Por José Elías Romero Apis
Es muy interesante lo que esta semana escribió Pascal Beltrán del Río sobre la sumisión como factor de elegibilidad. Claro que la sumisión ha determinado el destino de la política y de los políticos, y a algunos les ha granjeado hasta la Presidencia de la República.
No digo que todos los vencedores hayan sido sumisos, pero hubo algunos que perdieron por no haberlo sido. Así, pues, yo no creo que hayan sido sumisos ni Adolfo Ruiz Cortines ni Adolfo López Mateos ni José López Portillo para lograr la victoria sucesoria. Creo que también metería las manos por Miguel Alemán, por Gustavo Díaz Ordaz y por Carlos Salinas de Gortari. Pero creo que el no ser sumisos les costó mucho a Mario Moya Palencia, a Pedro Ojeda Paullada y a Francisco Labastida.
Por cierto, dice Teresa Labastida, con refinado sarcasmo, que aquel que pierde la dignidad y la vergüenza ganará mucho dinero, mucho poder y muchas otras cosas menos confesables. Creo que tiene toda la razón y prometo que lo habré de tener en cuenta para mis futuras reencarnaciones.
La sumisión tiene dos instrumentos preferidos. Uno de ellos es el servilismo, que no debe confundirse con el servicio, así como la obediencia no debe confundirse con la disciplina. El otro de sus instrumentos es la adulación, que no debe confundirse con el aprecio, así como la cortesanía no debe confundirse con la cortesía.
Para nosotros los que hemos sido dignos, aquellos sumisos nos parecen unos lambiscones repugnantes. Pero, para ellos, nosotros somos unos orgullosos estúpidos. La verdad es que ambos nos necesitamos en reciprocidad. Sin nosotros, ellos no tendrían la barrera de contención que los ayudará a no desbarrar en el ridículo. Sin ellos, nosotros no tendríamos esas moderadas dosis de agrado que nos provoca el halago y que son tan necesarias.
Y es que no creo que exista alguien tan absoluta y desdichadamente maduro que, por eso mismo, no crea en el placebo de la adulación. Los moderada y felizmente maduros necesitamos nuestras “pizcas” de fantasía, de evasión, de sustitución, de reinvención, de diversión, de ensoñación y de adulación.
Es innegable que la sumisión puede ser deliciosa para el que la recibe. Pero debemos tener cuidado porque la adulación es una bebida fuerte que debe tomarse con moderación. El adulismo es una adicción incurable, progresiva y fatal. A veces salva y a veces causa el desastre. No hay que acostumbrarse a él.
Por eso, es obligado saber quiénes son los aduladores, aunque nos agraden, y saber quiénes son los sinceros, aunque nos incomoden. Es obligado saber quién nos aplaude antes de gozar el aplauso. Es obligada la prudencia para aceptar las dosis recomendables de adulación y no toda la botella. Y es obligada la inteligencia para saber qué tan adulterado puede estar el brebaje.
Porque hay de sumisos a sumisos. Y allí es donde algunos son tolerables y otros son infumables. Algunos son inteligentes, refinados y elegantes. He conocido a algunos que hasta deleitan. Pero hay otros que son zafios, burdos y grotescos. He conocido a muchos que hasta asquean. Unos invitan a la cata y otros invitan a la basca.
Pero de que se requieren, se requieren. Eso no se discute. La adulación con moderación reduce el estrés, relaja el ánimo, fortalece la seguridad y cancela los temores. No una borrachera trapera, pero sí un “pegue” reanimador. Al que no tenga ni un solo adulador, me permito aconsejarle que, por lo menos, busque o contrate alguno. Los hay de todas las calidades y de todos los precios. Son como las joyas. No sirven para nada, pero es muy grato tenerlos.
Creo que sí revisaré mi programa para la próxima vida. En ésta fui abogado y político. Por eso no puedo ni debo ni quiero adular a nadie que se encamina directo al desastre o a la debacle. Pero en la siguiente vida escogeré algún oficio, aunque sea muy antiguo, que me permita decir lo que les gusta escuchar a los poderosos, a los potentados y a los prepotentes.