Por Pascal Beltrán del Río
El plan B y el retorno a los pleitos electorales
Dos terceras partes de la población del país no tienen la edad suficiente para recordarlo, pero antes de que México instaurara un sistema electoral confiable –es decir, antes de que el INE se volviera autónomo en 1996–, la ruta que seguía la disputa por el poder nos llevaba a la violencia.
A mediados de los años 80, la competencia electoral adquirió una seriedad que no había conocido en décadas, quizá en toda la historia del México independiente. La oposición política comenzó a ganar espacios en ciudades importantes e incluso ya peleaba varias gubernaturas que el PRI –el entonces partido hegemónico– había mantenido en su poder desde su fundación, en 1929. Aunque el oficialismo de aquel tiempo llegó a reconocer algunas derrotas, en la mayoría de los casos la vieja tónica del fraude electoral y el uso del aparato del Estado mantuvo a los opositores a raya.
Los inconformes con los resultados protagonizaron movimientos poselectorales, que fueron desde las acciones de resistencia civil hasta el bloqueo o la toma de las sedes de los poderes por las que habían competido en las urnas.
Casi cada elección terminaba con algún tipo de protesta. Como el relleno de urnas no resultaba tan sencillo, por la mayor vigilancia de las casillas que realizaba la oposición, el fraude se tuvo que volver más sofisticado. Aun así, los opositores retaban al oficialismo a cotejar sus actas de escrutinio, con lo que a menudo aparecían burdas falsificaciones elaboradas al final de la jornada electoral.
Personalmente, recuerdo una que apareció durante la sesión del comité del distrito I de Michoacán, en los comicios legislativos locales de julio de 1989. Ahí se extrajo de un paquete electoral el acta que alguien había alterado después de la votación. Luego de que tomé una foto del acta enmendada, que le atribuía al PRI 250 votos más de los que había obtenido, y mientras el presidente del comité titubeaba en aceptar un documento tan chafa, llegó un enviado de la Comisión Estatal Electoral –el órgano, encabezado por el secretario general de Gobierno de la entidad, que entonces organizaba los comicios– y ordenó que nueve periodistas fuéramos sacados de la reunión.
El presidente Andrés Manuel López Obrador no puede olvidar lo que sucedía en aquellos tiempos, pues él y sus simpatizantes fueron víctimas de maniobras semejantes en sus dos participaciones como candidato a gobernador de Tabasco, en 1988 y 1994, ambas celebradas antes de la reforma que dio autonomía a los órganos electorales.
Antes de concretarse esa reforma, las protestas poselectorales habían subido peligrosamente de tono. Por ejemplo, las elecciones municipales de diciembre de 1989 en Michoacán y Guerrero dejaron decenas de muertos. Recuerdo, por ejemplo, las que ocurrieron en la plaza central de Benito Juárez, municipio del oriente de la primera entidad, donde varios manifestantes que resguardaban un plantón, instalado por el PRD, fueron asesinados por disparos realizados desde un vehículo en marcha.
El llamado plan B, la reforma electoral que impulsa el presidente López Obrador, quiere acabar con la certeza con que se han desarrollado los comicios desde que los gobiernos en turno dejaron de organizar las elecciones. Pretende devolvernos a los tiempos en los que las votaciones concluían con dudas, inconformidades, pleitos y, peor aún, balazos. Un retroceso así sacaría a México del ámbito de las naciones democráticas, al que tardamos décadas en llegar, e incluso amenazaría nuestros esfuerzos por mostrar al país ante el mundo como destino seguro para las inversiones.
Buscapiés
El presidente Andrés Manuel López Obrador ha alegado que una de las principales razones que explica el mal estado de la salud pública es que durante los años del “neoliberalismo” no se formaron médicos especialistas. Pues ahora, con su reforma electoral, se pretende despedir a 85% de los especialistas del INE que se han formado a lo largo de un cuarto de siglo. Mal augurio para la salud de la República.