Por Jorge Fernández Menéndez
Entre Tesla y el fentanilo
Lo sucedido esta semana escenifica muy bien la compleja relación que el gobierno de López Obrador mantiene con Estados Unidos: al mismo tiempo que el Departamento de Estado distribuía un comunicado respaldando la movilización ciudadana del domingo, destacando la existencia de autoridades electorales independientes, lo mismo que un Poder Judicial autónomo, el presidente López Obrador descalificaba al secretario de Estado, Antony Blinken, calificaba de injerencista al gobierno estadunidense y decía que en México había mucha más democracia que en la Unión Americana. Y agregaba que el Departamento de Estado no respondía a la política de la Casa Blanca.
Antes, apenas el viernes de la semana pasada, el Presidente aseguraba que si Tesla quería montar su planta de fabricación de automóviles eléctricos en Nuevo León, no les otorgaría los permisos federales porque no había agua para ello. Durante días, desde que concluyó el juicio contra Genaro García Luna, el oficialismo y el propio mandatario han celebrado esa sentencia e incluso se ha pedido que sea la justicia estadunidense la que juzgue a otros funcionarios del pasado. Difícilmente se pueden encontrar tantos equívocos en tan pocos días. Comencemos con el comunicado del Departamento de Estado. Esa instancia de gobierno no se maneja con autonomía de la Casa Blanca, como dijo el Presidente. Lo que dice Blinken es lo que piensa Joe Biden, con más razón si estamos hablando de un comunicado oficial. La posición del gobierno estadunidense coincide con lo que han expresado en los últimos días otros funcionarios, legisladores y los principales medios internacionales y se cruza con decisiones, por lo menos, controvertidas, como la condecoración al presidente cubano Miguel Díaz-Canel, el silencio ante la represión en Venezuela o el abierto intervencionismo del gobierno mexicano en Perú.
Que no era una declaración aislada del Departamento de Estado lo ratifica la intervención, el miércoles, del embajador Ken Salazar en una reunión de mujeres empresarias, donde aseguró que las democracias en América Latina “están temblando”, están en riesgo, y que manifestaciones como la del domingo “se deberían celebrar porque son parte de una democracia que tiene opinión, donde se puedan unir miles y miles, arriba de 100 mil personas, para algo que les importa”. Ese mismo día intervenía en una reunión de comités en el Senado el fiscal general de la Unión Americana, Merrick Garland, quien aseguró, ante fuertes críticas de legisladores, republicanos y demócratas, en contra de la estrategia mexicana para frenar el tráfico de fentanilo, que indudablemente “México podía hacer mucho más” para frenar la entrada de esa droga a Estados Unidos. Incluso dijo que no se opondría a calificar como terroristas a los grupos mexicanos del crimen organizado. La posición del fiscal general es la misma que ha expresado, con otras palabras, la administradora de la DEA, Anne Milgram, y el propio Departamento de Justicia después del juicio a García Luna.
Que los departamentos de Justicia y Estado coincidan en estos temas confirma, por si fuera necesario, que esas críticas no son opiniones aisladas, sino una política de gobierno que la administración López Obrador no termina de entender y que va dirigida hacia el presente, no al pasado. La crisis de opiáceos es actual; el reclamo, justo o no, ése es otro tema, de que “no se hace lo suficiente” para frenar el tráfico de fentanilo no está destinado a funcionarios de Calderón o de Peña, sino a la actual administración.
El dicho de que EU tiene menos democracia que México “porque aquí gobierna el pueblo y allá, como dijo el presidente López Obrador, gobierna la oligarquía”, no tiene sustento real alguno. Peor aún, ése es el argumento que utilizaron los Castro, los Chávez, los Ortega, haciendo una diferencia entre las democracias representativas y sus gobiernos supuestamente “populares”.
La democracia es un sistema de derechos, libertades, responsabilidades y, sobre todo, instituciones. Hay un capítulo en el que México es superior a Estados Unidos: nuestro sistema y nuestras instituciones electorales. Las mejores de América Latina. Y son precisamente las que se intentan desvirtuar y desarticular con el llamado plan B de la reforma electoral.
Lo de la inversión de Tesla queda prácticamente en el anecdotario. Es difícil que se quiera convertir la inversión de esa empresa en un logro presidencial, cuando apenas la semana pasada el propio mandatario había anunciado que negaría los permisos a esa compañía por la falta de agua en Nuevo León, proponiendo que se instalaran cerca del AIFA o en el sureste del país e ignorando que esa negociación con Tesla llevaba ya casi dos años, que la propia planificación para montar una empresa de esa magnitud con una inversión inicial de 5 mil millones de dólares, que crecerá hasta 10 mil millones para construir un millón de automóviles al año, no se decide sobre las rodillas y en unos días o semanas. Casi les da un infarto a los funcionarios de la Cancillería y de Nuevo León que habían estado negociando durante meses con Elon Musk para concretar esa inversión. Pero el lunes, después de una videollamada con Musk, el Presidente anunció, como si fuera un logro personal, que Tesla sí invertiría en Nuevo León y que utilizaría agua tratada, lo que ya sabíamos desde semanas atrás.
La única explicación es que el Presidente quería salir en la foto de las negociaciones, quería que apareciera como un triunfo personal el haber conseguido una inversión en la que, como en casi todas ellas, la decisión es netamente empresarial y basada en ventajas comparativas. No creo que para invertir en Alemania, donde tiene otra de sus grandes ensambladoras, Musk haya tenido que hablar con la entonces primera ministra Angela Merkel.
Pero lo de Tesla es también una demostración de la fuerza que tiene la integración comercial, empresarial, industrial entre los dos países, que trasciende las insensateces políticas de coyuntura. Aunque en Palacio Nacional no lo termine de comprender.