José Elías Romero Apis
Nos sorprendemos cuando en un país políticamente desequilibrado como lo es el nuestro aparece una muestra de equilibrio, tal como nos lo dio nuestra Suprema Corte, hoy honorable. Merece todo nuestro respeto. Todos los poderes públicos merecen nuestro respeto.
La conjunción del republicanismo, del constitucionalismo, de la libertad, de la democracia y de la justicia son un maridaje harto difícil en la realidad. La existencia de algunos no conlleva a los demás. Hay repúblicas que no son democráticas y hay democracias que no son republicanas. Bien sabemos que la democracia nos puede llevar a la alternancia, pero que no necesariamente nos lleva al equilibrio de poderes.
Por más que lo maquillemos, la verdad indiscutible es que los poderes mexicanos fueron creados y existen con una muy fuerte dosis de desequilibrio. Pero esto no ha sido una pifia mexicana, sino el producto astuto y tenaz de una decisión de todas las generaciones y de todos los partidos.
Incluso, muchas de nuestras mal llamadas reformas políticas han sido tan sólo reformas electorales, pero no reformas del poder. Han cambiado la contienda de partidos, la participación de candidatos y nos han dado un plástico con fotografía, pero nada más que eso. Por ello, la ecuación política mexicana se resuelve en tres poderes que son uno solo. En 100 años de nuestra historia, al monarca mexicano no se le han quitado ni los vales de gasolina.
Las decisiones legislativas más importantes son la reforma constitucional y la designación de autónomos. Pero no pueden ser resueltas por mayoría simple y eso atrofia el poder de las mayorías. A su vez, las decisiones más importantes del judicial, que son las sentencias de controversia constitucional y de acción de inconstitucionalidad, no pueden ser resueltas por mayoría simple y la de amparo está limitada por el principio de relatividad. Eso atrofia el control de constitucionalidad.
Con el Legislativo limitado, se complica la gobernabilidad. Con el Judicial limitado, se atropella la constitucionalidad. El poder político mexicano es el poder político de un solo hombre. Es la-corona-de-México. Los presidentes son libres para gobernar a su nación, si es que pueden, que no siempre pueden, y para respetar su Constitución, si es que quieren, que no siempre quieren.
La actualidad nos brinda un buen ejemplo de equilibrio de poderes. Para complacer al Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo violó las normas que rigen el proceso de elaboración de leyes. Su batidillo será recordado como un prototipo de sumisión a la “trompa talega”. Hasta el deshonor requiere de sabiduría y de elegancia.
Ante eso, la Suprema Corte corrigió la inconstitucionalidad, invalidando las leyes que mal elaboró el Congreso de la Unión. La vigencia constitucional se salvó gracias al equilibrio de poder que aportó nuestro tribunal de constitucionalidad.
Este equilibrio debiera ser nuestra constante. Pero hemos propiciado la alternancia, no el cambio. Es el mismo trono con diferente emperador. Aun con cambio de partido han cambiado los estilos, pero no el poder. Los gobernantes han sido distintos, pero los gobiernos han sido igualitos.
Por eso, pese a sus distintos partidos, más se parece el gobierno de López Obrador al de Ernesto Zedillo que el de Díaz Ordaz al de Luis Echeverría. Y más se pareció el gobierno de Enrique Peña al de Felipe Calderón que el de Ávila Camacho al de Lázaro Cárdenas.
La verdadera ecuación del poder no reside en su alternancia, sino en su control. No en su dueño sino en su tamaño. No en los partidos políticos sino en los poderes públicos. En palabras muy crudas, si no entendemos esto, no podremos entender el destino de México.
Muchos reformadores políticos se equivocaron al creer que todo cambiaría si al PRI lo sacaban de Los Pinos. En realidad, le quitaron el poder al PRI, pero no se lo quitaron a la Presidencia. Cambiaron de rey, pero no cambiaron de corona.