Leo Zuckermann
Legalizar la prostitución
La prostitución es un viejo problema, tan viejo como la humanidad. “Sexo servicio”, se le dice ahora de manera políticamente más correcta. Históricamente, las religiones monoteístas siempre han prohibido el intercambio de dinero por sexo. Los Estados, siguiendo el mismo guion, también lo han proscrito y castigado.
Sin embargo, resulta más que evidente que esta política pública ha fracasado.
Entonces, ¿hay que legalizar la prostitución?
Digamos que un hombre necesita una camisa. En una economía de mercado, el individuo va a un lugar donde vendan el producto y adquiere su prenda a cambio de una suma monetaria. El Estado no se mete en esta transacción comercial y voluntaria. Ahora digamos que a este señor le urge tener una relación sexual y está dispuesto a pagar por ella. A diferencia de la camisa, aquí el Estado sí se mete: trata de impedírselo.
Pero, cuando el Estado prohíbe algo, aparecen los mercados ilegales. El hombre puede recurrir a la prostitución ilícita. La pregunta es por qué, en materia de relaciones sexuales, el Estado prohíbe las transacciones comerciales voluntarias entre individuos.
Es un asunto fundamentalmente de valores. Judaísmo, cristianismo e islamismo consideran como indignas a las personas que venden su cuerpo para dar un placer sexual. También consideran que los individuos deben llegar vírgenes al matrimonio y los cónyuges tener relaciones sexuales con fines reproductivos, no placenteros. Si éste es el caso, resulta lógico prohibir la prostitución que puede convertirse en un peligro para la fidelidad sexual de una institución tan importante para la religión como es el matrimonio.
Más allá de estos valores religiosos, está la idea más secular de que la prostitución transforma a las mujeres en un mero objeto: una mercancía que es explotada por los hombres. Ergo, resulta moralmente justificado prohibir esta denigrante práctica. La idea es compartida por ciertos grupos feministas, incluso por algunos izquierdistas convencidos, como Karl Marx, que la prostitución es una de las peores formas de sometimiento y degradación de la economía capitalista.
Estos valores religiosos y seculares son, por supuesto, muy respetables.
El problema es que, a lo largo de la historia, las sociedades monoteístas han mostrado mucha hipocresía con relación a lo que se conoce como la profesión más antigua de la historia: por un lado, han prohibido la prostitución y, por el otro, la clientela del negocio ilegal ha sido extensa, incluyendo a sacerdotes de todas las religiones, políticos moralistas y policías cómplices de la ilegalidad.
Algunos países han decidido terminar con tanta hipocresía. Existen múltiples lugares donde la prostitución es tolerada, aunque confinada a ciertos espacios. En otros, de plano se ha legalizado. En Holanda es permitida siempre y cuando se lleve a cabo en lugares cerrados. En Dinamarca, las mujeres pueden prostituirse, pero este ingreso no puede ser su única fuente de ingresos.
Un primer argumento a favor de la legalización de la prostitución es que se trata de reconocer de jure lo que de facto existe.
La segunda justificación para legalizar tiene que ver con la incapacidad del Estado de castigar la prostitución como un medio para desincentivar esta actividad. Los arrestos de prostitutas y/o clientes no funcionan para terminar con el negocio. La prohibición sólo beneficia a los proxenetas y policías corruptos que protegen a sexoservidoras y/o clientes de ser detenidos. Al legalizar, el negocio ya no depende del crimen organizado que generalmente trata a las prostitutas en condiciones infrahumanas. Se evita la trata de personas que realizan hombres poderosos que someten, secuestran y hasta esclavizan a las mujeres.
Al ser la prostitución ilegal se convierte por definición en una actividad que se efectúa en la secrecía y que no puede ser regulada por el Estado, lo cual hace posible la participación de menores de edad en el negocio. Al legalizarla, el Estado tiene una mayor capacidad de regular con todo rigor que sólo las mayores de edad ejerzan esta actividad.
Luego está el asunto de la salud pública. Una vez más, al legalizar la prostitución se hace posible la regulación de las autoridades sanitarias tanto de las sexoservidoras como de los lugares donde operaran. De esta forma, pueden abatirse las enfermedades de transmisión sexual. La regulación sanitaria beneficia no sólo a las sexoservidoras, sino también a clientes y al sistema de salud pública.
Finalmente, está un argumento de carácter más filosófico: ¿Qué derecho tiene el gobierno de meterse en una decisión voluntaria entre dos individuos donde uno pone dinero y el otro su cuerpo para una relación sexual?