Víctor Beltri
¿Y, qué tal si hablamos de lo importante?
El poder tiende a corromper; el poder absoluto, corrompe absolutamente. El poder envilece, también: como dijera un clásico, a los inteligentes los vuelve tontos y a los tontos los enloquece por completo. El poder, para los tontos, significa la posibilidad de que su opinión —por fin— sea tomada en cuenta; el poder, para los enloquecidos, representa la capacidad para imponerla como si fuera incuestionable.
Incuestionable. El poder absoluto no acepta disidencia, y castiga a quienes se atreven a someterlo al escrutinio: el Presidente en funciones ganó con un amplio margen, y —hasta el momento— ha considerado dicha diferencia como un instrumento para legitimar sus decisiones más disparatadas. Para justificar sus peores errores: quien prometió resultados concretos, a corto plazo, ahora señala el desastre que le dejaron sus antecesores; quien se comprometió a regresar al ejército a sus cuarteles, hoy se ha convertido en el mayor promotor de su participación en los asuntos públicos. Hoteles, puertos, trenes, aeropuertos: quien se atrevió a callar chachalacas, en su momento, terminó por convertirse en una más de ellas. En la más autoritaria. En la más rastrera.
“El presidente no sabe, el presidente está mal informado”. El Sueño de Andrés no es el autoritarismo, dirán sus seguidores. Lo cierto es que el mandatario no escucha, en realidad: el Presidente ha perdido el contacto con la ciudadanía que lo llevó al poder, y con los motivos —que no las razones— que llevaron a su encumbramiento. El despacho del Presidente de la República es el lugar más solitario de México y, tras un sexenio sin resultados, sólo acceden a él quienes llevan consigo las noticias que le favorecen: el mandatario está solo y, en los hechos, su gobierno se consume sin que sus corcholatas sean capaces de garantizar la continuidad —y seguridad jurídica— que sus planes requieren. Por eso la agresividad; por eso el tiempo dedicado a una sola de las contendientes. A la más peligrosa.
Por eso el miedo, también: quien se empeñó —durante años— en que nadie más brillara a su sombra, muy pronto se verá obligado a ceder los reflectores bajo su propio riesgo. Y no está preparado para hacerlo: su favorita es una mujer yerma y sin gracia; su “hermano” está envuelto en rumores más propios de las revistas del corazón que de la sección política de los diarios. El canciller es demasiado independiente; el senador rebelde tiene demasiado que perder mientras pretende conservar sus posiciones. El Presidente no es capaz de escuchar, y se queda —por instantes— cada vez más solitario en su palacio virreinal: el legado está en riesgo, y sus decisiones parecen estar más destinadas a justificar sus propias decisiones que a pavimentar el camino a sus propios sucesores. Un desastre previamente anunciado.
El Presidente no es capaz de manejar la presión, y sus acciones le desnudan por completo: la falta de resultados; el exceso de las palabras, la violencia política. La intolerancia absoluta, los ademanes y gestos que —ahora— tratan de imitar quienes pretenden sucederlo. La mediocridad por diseño, el país que terminará incendiado cuando el mandatario termine su periodo, y se retire a la finca que le corresponde: cada político elige por qué razones habremos de recordarlo, y en qué sentido.
El mandatario continúa operando, y pretende atar de manos a sus rivales, sin percatarse que el daño mayor lo inflige a su propia figura. Y a su partido, y a nuestro país y a la sociedad entera: el Presidente de la República ha dejado de actuar como un mandatario de todos, y sus acciones irresponsables parecen estar enfocadas en despertar un conflicto civil tras la presumible derrota de su movimiento. Ganar, pues, aunque no gane.
El poder absoluto corrompe, absolutamente: la ciudadanía, cuando se organiza por el bien común, demuestra ser indestructible. El tiranuelo ya se va, y su relevancia se consume a cada mañanera: la “cuarta transformación” duró lo que duró, pero los opositores se empeñan en seguirle haciendo el caldo gordo. Esto se acabó: ¿qué tal si, por fin, volvemos a hablar de lo importante?