CIUDAD DE MÉXICO. – El narcoterror en México inició en 2006. La mañana del 20 de abril las cabezas del comandante Mario Núñez y el policía estatal Alberto Ibarra aparecieron clavadas en las rejas de las oficinas de la Secretaría de Finanzas de Acapulco, Guerrero, junto a un mensaje: «Para que aprendan a respetar».
En su momento, la Secretaría de Seguridad Pública federal reconoció ese acto como «una estrategia mediática de terror» por parte de las organizaciones criminales.
Era sólo el inicio. Cinco meses después cinco cabezas humanas rodaron en la pista de baile de un centro nocturno de Uruapan, Michoacán.
Cerca de 20 sujetos irrumpieron en el bar Sol y Sombra, dispararon al techo y tiraron las cabezas que traían en bolsas negras, junto a un mensaje: «La familia no mata por paga, no mata mujeres, no mata inocentes, se muere quien debe morir, sépanlo toda la gente, esto es Justicia Divina (sic)».
El hecho dio vuelta al mundo como un referente de extrema violencia en México, pero no fue aislado.
Tres días antes, también en Uruapan, una mujer, conocida como La Jefa (señalada como tratante de mujeres y narcomenudista) fue asesinada, decapitada y abierta desde el pecho hasta el vientre. Estaba embarazada.
Junto a ella, otras cuatro mujeres fueron desmembradas y sus cuerpos abandonados con un mensaje firmado por Los Zetas.
En los siguientes cuatro años, ejecutados, levantados, encobijados, decapitados, descuartizados, colgados, torturados, calcinados, secuestrados, desaparecidos se convirtieron en términos comunes en las coberturas periodísticas.
En un inicio, las autoridades federales, estatales y municipales argumentaron que la violencia era solamente «entre ellos», los cárteles que se disputaban territorio, o contra las fuerzas de seguridad que los enfrentaban; con el paso del tiempo se ha comprobado que no ha sido así.
Diecisiete años después la violencia criminal se ha extendido prácticamente por todo el territorio nacional. Los grupos armados han mostrado en varias ocasiones que tienen la capacidad de retar a las autoridades: cierran carreteras, incendian vehículos, queman pueblos y esparcen el terror entre la población.
El recuento del horror. En enero de 2009 fue detenido Santiago Meza López, El Pozolero, un hombre que trabajaba para el Cártel de Tijuana y tenía la encomienda de desaparecer cadáveres, que disolvía en ácido. Reconoció haber eliminado más de 300 cuerpos entre los años 2000 y 2008.
Los interrogatorios y ejecuciones han sido grabados en video y difundidos en redes sociales, como mensaje para autoridades y rivales. Lo que eran leyendas urbanas se confirmaron como realidad.
Las organizaciones criminales han mostrado ante las cámaras la saña con la que matan; exhiben paso a paso cómo dan muerte a sus víctimas: sicarios rivales, policías, militares, servidores públicos y ciudadanos que se negaron a «pagar la cuota», trabajaban para el patrón equivocado o jóvenes que buscando trabajo se toparon con la peor muerte.
En esta escalada de violencia los grupos criminales parecen competir por ver quién genera más terror.
El Cártel Jalisco Nueva Generación evidenció la manera en la que para asesinar a sus víctimas les disparaban y antes de morir les prendían fuego, como lo ocurrido con 13 policías estatales, el 14 de octubre de 2019, en el municipio de Aguililla, Michoacán. Sin embargo, la primera vez que el país comprendió el significado de masacre fue el 23 de agosto de 2010. En un rancho del ejido del Huizache, en el municipio de San Fernando, Tamaulipas, sicarios de Los Zetas ejecutaron a 72 migrantes, en su mayoría de Centro y Sudamérica. Eran 14 mujeres y 58 hombres. Las víctimas se encontraron con los ojos tapados y las manos amarradas, tiradas en el piso, formadas a lo largo de cuatro paredes, en un enorme cobertizo sin techo.
La masacre dio origen a denuncias, protestas, ensayos, libros, investigaciones, voces que, al paso de los años y con las matanzas que vinieron después, se han ido apagando.
Imposible enumerar todos los hechos de violencia extrema de 2006 a la fecha; sin embargo, hay casos que marcaron a comunidades enteras.
En Chihuahua, la masacre de Villas de Salvárcar es un antes y un después. El 31 de enero de 2010, 15 estudiantes que estaban en una fiesta de cumpleaños fueron asesinados por un comando que llegó al lugar y abrió fuego.
Uno de los pasajes más cruentos recordados en Sonora fue el enfrentamiento ocurrido el 1 de julio de 2010 en el municipio de Tubutama. La refriega, protagonizada por sicarios del Cártel de Los Beltrán Leyva contra Gente Nueva del Cártel de Sinaloa, duró 12 horas.
Oficialmente murieron 21 personas, pero los pobladores aseguran que se contaron más de 75 cuerpos por las calles.
La masacre de Allende, Coahuila, ocurrida entre el 18 y 20 de marzo de 2011 es por su lado un caso del que poco se supo en su momento, pero que podría ser el hecho criminal más grave ocurrido en la historia moderna de México. Durante tres días sicarios de Los Zetas destruyeron e incendiaron las casas, ranchos y negocios del pueblo; secuestraron, desaparecieron y mataron a decenas de personas relacionadas con las familias Garza y Moreno por una supuesta traición. Se estima que hasta 300 personas fueron desaparecidas y/o asesinadas, aunque la cifra más conservadora es de 42 desaparecidos, según las autoridades estatales.
En Guadalajara, el 24 de noviembre de 2011 fueron encontrados los cuerpos de 26 personas asesinadas en el interior de tres camionetas. El hecho se atribuyó a Los Zetas y al Cártel del Milenio, que disputaban territorio con el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación. Se supo después que la mayoría de las víctimas fueron elegidas al azar.
Entre 2011 y 2012, Nuevo León vivió sus años más sangrientos. El hecho que en su momento sacudió al país ocurrió el 25 de agosto de 2011, cuando un comando de Los Zetas ingresó al Casino Royale. Dispararon, rociaron gasolina, prendieron fuego y cerraron las puertas. En el lugar murieron 52 personas, entre ellas una mujer embarazada. La acción se atribuyó a una represalia porque el dueño del establecimiento se negaba a pagar una cuota de «protección».
También en Nuevo León, la madrugada del 13 de mayo de 2012 fueron abandonados a la orilla de la carretera libre a Reynosa, en jurisdicción de Cadereyta, los cuerpos sin cabeza, sin manos y sin piernas de 49 personas (43 hombres y seis mujeres). Se quiso atribuir el crimen a Los Zetas, pero después se supo que fueron bandas rivales para «calentar la plaza». Investigaciones posteriores revelaron que las víctimas eran migrantes.
En 2016, en Veracruz, agentes de la Policía Estatal detuvieron en el municipio de Tierra Blanca a cinco jóvenes (Bernardo Benítez, José Benítez, Mario Arturo Orozco, José Alfredo González y Susana Tapia) a quienes entregaron «por sospechosos» al Cártel Jalisco Nueva Generación, cuyos integrantes los asesinaron, trituraron sus cuerpos y los arrojaron a un río.
En Guanajuato, el horror se desató en 2018, pero tuvo uno de sus episodios más cruentos el 1 de junio de 2020 en Irapuato, cuando hombres armados irrumpieron en un centro de rehabilitación de la comunidad de Arandas y abrieron fuego dejando 27 muertos.
De nuevo en Veracruz, en la ciudad de Coatzacoalcos, en agosto de 2019 un ataque incendiario al bar Caballo Blanco dejó 30 personas asesinadas.
Otro hecho que generó conmoción a nivel nacional e internacional fue el asesinato de tres mujeres y seis niños de la familia LeBarón, ocurrido el 4 de noviembre de 2019 en los límites de la Sierra de Chihuahua y Sonora. Un caso por el que la familia sigue exigiendo justicia.
En Zacatecas, la violencia extrema de los cárteles que se disputan el territorio hizo que 2021 fuera el año de «los colgados».
El 18 de noviembre de ese año, en el municipio de Ciudad Cuauhtémoc alarmó el hallazgo de 10 cuerpos; nueve estaban colgados de un puente y uno más cayó al piso por el peso. Cinco días después aparecieron otros ocho colgados en tres distintos lugares del municipio de Fresnillo, a 100 kilómetros de distancia.
El despliegue de terrorismo continuó tres meses después, en febrero de 2022, cuando sicarios colocaron 10 cuerpos encobijados y atados con cinta, acomodados a lo largo de la calle principal de la comunidad Pardillo III, en Fresnillo.
Las escenas macabras de cabezas decapitadas, cadáveres en las calles —completos o en partes— o cuerpos colgados de puentes también han dejado su rastro en Baja California Sur, Estado de México, Colima, Nayarit, Morelos, Durango, Sinaloa, San Luis Potosí, Tabasco, Chiapas, Quintana Roo, Yucatán y la Ciudad de México.
Un horror «normalizado». «Todo esto sigue y lo peor es que están apostando a ver qué es más escandaloso. No sólo quitar la vida, sino el escándalo que te congele la sangre y la gente se está acostumbrando a eso», afirmó a EL UNIVERSAL Ángeles Díaz Genao, fundadora del colectivo Solecito, de Veracruz.
Díaz Genao se refería a los hechos de violencia registrados la semana pasada en la entidad.
El lunes se dio a conocer el hallazgo de decenas de restos humanos embalados y almacenados en congeladores industriales en dos casas de seguridad de Poza Rica, al norte de Veracruz.
Las autoridades señalan que podrían ser más de 13 cuerpos, aunque extraoficialmente se habla de al menos 20 cadáveres.
Un día después el horror se desbordó. En el marco de la búsqueda de cinco jóvenes de Lagos de Moreno, desaparecidos el viernes 11 de agosto, circuló un video en el que se ve cómo uno de ellos es obligado a matar al resto, en lo que parece ser un rito de iniciación del grupo criminal que los secuestró.
Mientras la sociedad alza la voz ante un acto de violencia extrema, las autoridades estatales y federales evaden responsabilidades y apuestan al olvido.
«Se ha normalizado tanto [la violencia] que la gente dura un día hablando del tema y ya», lamenta Ángeles Díaz Genao.