Fernando de las Fuentes
Voy a aprender a hacerme sentir bien
Melody Beattie
Hablábamos la semana pasada de la rendición como una práctica espiritual y de lo difícil que puede ser, conceptual y emocionalmente, pues, como todo ser vivo, somos guiados por el instinto de sobrevivencia y, por lo tanto, impulsados a pelear o huir para defendernos y preservarnos.
Partiendo de la experiencia primaria de que la vida y el mundo que nos rodea son hostiles, e impulsados por el miedo que esa primigenia percepción nos despierta, construimos aparatos conceptuales, morales, éticos, educativos, culturales e ideológicos, en toda la incalculable variedad y cantidad de contextos en lo que nos hemos desarrollado a lo largo de nuestra historia como especie, para, básicamente, discutir con la realidad, o mejor dicho, con nuestra interpretación de ella, porque, según nosotros, no es como debiera.
Con este desacuerdo como lanza en ristre, emprendemos la batalla contra la vida, luchando siempre por alcanzar algo; forzando lo que haya que forzar, manipulando lo que haya que manipular, permanentemente insatisfechos, porque los éxitos nunca han sido otra cosa que placebos.
El aparato social, organizado alrededor de esta batalla, nos prohíbe rendirnos, a riesgo de perder dignidad y valía a ojos de los demás, primero, y a los propios, después, ya que formamos nuestra autoimagen de manera muy compleja: por identificación, inclusión o exclusión, adhesión u oposición, imposición, referencia, percepción y otros factores, pero siempre con los demás como fuente punto de referencia.
Así pues, siempre estamos discutiendo con lo que hemos decidido que es la realidad, no con lo que sí es. Solo la conocemos parcialmente y ni siquiera es tan importante como creemos, no es la que marca la pauta de la existencia. Lo esencial son nuestras propias interpretaciones y las narrativas que armamos en la interacción con ella. Esas son las que nos destruyen y nos construyen como egos. Otra cosa es el alma.
El ego, que no es más que un constructo social que contiene la imagen que creemos dar y la que deseamos dar, que pueden o no coincidir, es el autómata encargado de ejecutar el comando de autopreservación personal, con prioridad a la de especie, porque si la primera fuera débil, la segunda lo sería más, y si la primera es demasiado predominante, como ha venido siéndolo durante toda la historia de la humanidad, será el verdugo de la segunda.
Como no entendemos su naturaleza, consideramos a este autómata un estorbo. Gran error, porque entonces establecemos una lucha contra el ego desde el ego. Esta, la personal, es la batalla en la que sentimos que la rendición significaría la muerte, mientras no la entendamos como una práctica espiritual para dejar de pelear y discutir con una realidad imaginariamente adversa, en lugar de aceptarla tal cual es: relativa y moldeable a través de nuestra interpretación. De hecho, ni siquiera sabemos si tiene existencia propia o no. Eso es algo que aún se discute a nivel filosófico y científico.
Así pues, si es su interpretación lo que hace la diferencia, ya sabe qué hacer. No es fácil, pero complejo no es complicado. Tenemos que cambiar varios chips en la programación, poco a poco, individuo por individuo, hasta que se generalice, y ese nuevo estatus colectivo se vuelva la base para las siguientes generaciones. Bastante lenta la cosa, pero si le echa un ojo a la historia, eso es lo que ha venido sucediendo.
Los primeros obstáculos a vencer son los que presentamos cada uno, sobretodo los malentendidos, como confundir la rendición con resignación, cobardía, debilidad, falta de voluntad, confusión, mínimo esfuerzo, ausencia de coraje, etc. Nada de eso. Se trata de abandonar la resistencia a un enemigo interior, de ver al molino detrás del monstruo; aunque como este tiene mil cabezas, lo dejamos para la otra entrega.
Algo sí le digo: solo se rinde quien está dispuesto a dejar de buscar culpables y a responsabilizarse de sí mismo.