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El “Indio” Fernández y su amor platónico Dulce Olivia

El “Indio” Fernández y su amor platónico Dulce Olivia

La historia romántica fue tan conocida que, actualmente en Coyoacán hay una calle con el nombre de esa mujer que marcó la vida de la estrella de cine de origen coahuilense

Especial

La Prensa

El nombre de las calles de la Ciudad de México pueden parecer comunes, pero muchas de ellas tienen una gran historia. Ese es el caso de Dulce Olivia, una calle en Coyoacán, donde se esconde una historia de amor platónico entre dos grandes del cine.

Dicen que el verdadero amor dura por siempre. Y muy a menudo, el recuerdo de un amor imposible puede perdurar lo mismo. Así pasó con Emilio “El Indio” Fernández y Olivia de Havilland, cuya historia romántica aún se mantiene viva en las calles de Coyoacán.

Emilio Fernández, el célebre director de la época del Cine de Oro en México, era conocido, entre otras cosas, por su carácter fuerte y su pasión por las mujeres; mientras algunos lo veían como el prototipo de “macho mexicano”, otros decían que tenía un lado cursi.

El cronista José Abraham Villedas cuenta que el también actor era muy especial a la hora de obsequiar presentes, y que en una ocasión, a Dolores del Río, en lugar de regalarle una docena de rosas, le dio 12 luciérnagas en una caja. Esa intensidad la plasmaba en todo lo que hacía.

Bastó sólo una mirada para que Emilio Fernández se enamorara de la belleza de Olivia cuando la vio en la cinta Lo que el viento se llevó. Desde entonces, quedó convencido de que quería conocerla.

La actriz británico-norteamericana Olivia de Havilland, famosa de Hollywood en los años 40, participó en las películas La Heredera (1949), El Capitán Blood (1935) y Robin de los bosques (1938) entre otras. La imagen es de diciembre de 1940. Especial. Archivo EL UNIVERSAL.

Sin embargo, entre el mexicano y la joven había, por lo menos, dos obstáculos: la distancia y el idioma. La atracción y admiración llevó al intérprete a usar la técnica del Quijote para saber de Olivia, es decir, se le ocurrió enviar a un mensajero para saber de ella.

Entre sus amigos tenía a uno que ayudaba a la realización de guiones en los Estudios Churubusco, Marcus Aurelius Goodrich. Entre plática y plática, Fernández le confesó la atracción que tenía por Olivia y pronto lo convirtió en el traductor de cartas y mensajero. Una especie de Sancho, cuando su amigo lo mandaba a decir elogios y recados a “Dulcinea”.

A pesar del esmero del caballero, esta historia no tuvo final feliz, pues el intermediario, Goodrich, se enamoró, en cada visita, de Olivia y terminó casándose con ella en 1946 (seis años después, se divorciaron).

Al ver frustrado su plan, no tuvo más remedio que unirse de otra manera a su amor platónico. Por eso, “El Indio” le puso el nombre de ella a una calle. Fue durante la administración del regente Ernesto P.Uruchurtu cuando Emilio Fernández solicitó y logró el nombramiento oficial.

La calle es larga, como la espera de Fernández por conocer a Olivia; también es tranquila, silenciosa, pues guarda los secretos de quien vivió en una casona y le susurró su pena de no conocer a una mujer tan bella.

Posteriormente el hogar de “El Indio” fue modificado. De acuerdo con el cronista José Abraham Villedas, mientras el director se encontraba en Francia, Ernesto P. Uruchurtu mandó a demoler parte de la propiedad, donde se dice que tenía un mural de Diego Rivera, para hacer modificaciones en la calle y el artista tuvo una gran molestia. Cambiaron su casa, pero los recuerdos y el sentimiento seguía impregnando en cada piedra volcánica de la vivienda.

Para los más románticos que gustan de escuchar historias y leyendas románticas, mientras caminan en calles empedradas de Coyoacán, es importante mencionar que Emilio Fernández honró la memoria de Olivia, poniéndole el nombre a esa calle, quien a pesar de no haberla conocido, llegó a decir que la tenía a sus pies, pues estaba justo abajo de su ventana. Así, dos objetos se entrelazaron sin tocarse y a cierta distancia uno del otro.

Por un lado, una enorme casa de piedra y por otro, una placa metálica con el nombre de la amada; dos recuerdos de un amor imposible que perduran hasta hoy para la admiración del afortunado visitante que sepa reconocer la belleza de una historia de amor que jamás ocurrió.

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