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domingo 6 de julio de 2025

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Fragancia

Fragancia

A veces el amor no se dice… se respira.


Por Mauricio A. Sánchez Campos

Siempre he tenido la costumbre de pasar por la librería a tomar café. No por la cafeína, ni por rutina… sino por algo que, al principio, no entendía.

Después de pedir mi americano frío con jarabe de avellana —mi favorito—, caminaba lento entre los pasillos de libros. Me detenía siempre en el de suspenso. Ese rincón donde las historias nunca terminan bien, donde el amor y la locura dejan heridas, no finales felices.

Pero ahí, en ese pasillo oscuro y tenso… había un contraste. Un aroma. Distinto cada día. Un perfume etéreo que no provenía de ambientadores, ni del papel envejecido. Era otra cosa.

Un día olía a menta con madera y me sentía en paz. Otro, a jazmín, y me invadía la melancolía. A veces, lavanda, y me sentía enamorado. En otras, canela con humo… y me ardía el pecho. Furia. Ansiedad. Calma. Era como si alguien escribiera emociones en el aire con aromas invisibles. Y yo las respiraba sin entenderlas.

Hasta que un día… no olí nada. Solo ausencia. Y me inquieté.

Le pregunté al joven de la librería si usaban algún sistema especial de fragancias, si había incienso, difusores… pero él me miró confundido. —No… nada de eso —dijo.

Pasaron los días y lo olvidé. O creí que lo había hecho.

Hasta que una tarde cualquiera, mientras pedía mi café, alguien se me adelantó. Era una mujer, de espaldas.

Su cabello… largo, ondulado, negro profundo, como la tinta de una noche sin luna. Caía en mechones amplios, suaves, con un brillo húmedo que parecía hechizo. Era de esos cabellos que hipnotizan, que te hacen olvidar que alguna vez existió la soledad.

El barista sonrió: —Hola, Ana. ¿Hoy cuál será tu elección de café?

Ella dudó, tanto que se me hacía eterno… Y yo, con prisa, no pude evitar intervenir: —Perdón… si me permites una recomendación: americano frío con jarabe de avellana y una pizca de azúcar. Siempre me deja de buen humor.

Ella volteó. Su cabello giró con ella, lento, suave…,  con una mirada ensordecedora. Y en ese instante… me llegó su aroma.

Ese mismo que había perseguido por meses entre libros de suspenso. Ese que me hacía sentir cosas que no sabía nombrar. Era ella.

Ana.

Ella sonrió. Y sin decir nada, eligió ese café.

Desde aquel día, Ana y yo compartimos pequeños universos. Nos quedamos en los libros, en los cafés, en los silencios compartidos. Nos quedamos tanto, que el tiempo dejó de importar.

Ella solía decir que cada aroma que dejaba era un reflejo de su estado de ánimo. —Hoy quiero que huelas nostalgia —murmuraba mientras rociaba su bufanda. A veces quería oler a alegría, otras veces a heridas abiertas, a esperanza, a tristeza que no sabía en qué rincón guardar.

Lo hacía para sí misma. Para existir de algún modo más allá del silencio. Y yo… fui simplemente quien aprendió a leerla en el aire. El único que notó su lenguaje invisible. Y ella, sin proponérselo, me había regalado su alma fragmentada.

Hablábamos de todo. De las razones por las que las historias de suspenso nos provocan ansiedad, esa sensación punzante de que algo inevitable estaba por romperse. De cómo los libros a veces son más sinceros que las personas. De cómo sabíamos, sin decirlo, que aquel encuentro era demasiado real para ser un simple accidente.

Ana olía a destino. Y un día… no llegó. Volví al pasillo del suspenso buscando su aroma. Nada. Volví a la cafetería. Tampoco.

Pregunté al barista, al joven de los libros, al encargado de caja. Nadie supo decirme nada.  Solo una cajera, con ojos tristes, me entregó un sobre. —Dejó esto para usted, por si alguna vez preguntaba.

Temblando, lo abrí ahí mismo, entre el aroma de café y tinta.

El sobre estaba vacío. Sin carta. Sin explicación. Solo el hueco.

Me quedé parado, sin entender por qué había hecho eso. No me cabía en el corazón la idea de que, justo cuando nos estábamos conociendo, ella simplemente se hubiera desvanecido. Era como si el mundo me negara la verdad… como si alguien me hubiera arrancado la oportunidad de gritarle al destino que se había equivocado.

Pasaron semanas. La rutina volvió, pero vacía. Seguía yendo por mi café, seguía caminando entre libros, pero el pasillo del suspenso ya no olía a nada. Ana no estaba.

Hasta que una tarde, el aroma volvió… Pero no en el lugar de siempre.

Esta vez fue en el pasillo de literatura clásica, entre tragedias eternas y amores imposibles. Olía a rosa con madera, como la primera vez que sentí que alguien me hablaba sin palabras. Y ahí, en medio de ejemplares viejos, encontré algo.

Un libro de Romeo y Julieta sobresalía de su lugar. Dentro, entre sus páginas amarillentas, descansaba un papel doblado con manos temblorosas. La tinta… era su letra.


“A ti, que alguna vez me hiciste sentir visible…”
 “Hubiera querido quedarme. Hubiera querido que mis aromas solo hablaran de libertad. Pero mi historia no era mía. Nunca lo fue. Nací dentro de una familia de antiguos linajes, de esas donde el apellido es más importante que los latidos. Me casaré con un hombre que no amo, pero que lleva la sangre que esperan de mí. No sé si esto lo leas alguna vez, pero por si lo haces… gracias. Fuiste el único que supo verme, el único que respiró mis emociones sin pedirme explicaciones.”
 “Siempre tuya en lo invisible — Ana.”


No supe cuánto tiempo estuve ahí. Tal vez una hora, tal vez siglos.

Salí tambaleándome, sin saber si caminaba o flotaba… Y entonces, en una esquina del periódico local, lo vi.

Una pequeña nota, casi escondida:

“La casa de los Del Bosque y los De la Rosa anuncian la unión de sus herederos, consolidando su legado ancestral. Ana Victoria, hija menor de los De la Rosa, contraerá matrimonio este sábado.”

Ahí estaba ella. Vestida como una reina olvidada. Con una sonrisa tan perfectamente triste que solo yo pude reconocer el dolor detrás de sus labios sellados.

No grité. No lloré.

Solo volví al pasillo de literatura clásica, donde por última vez sentí su aroma…
 y dejé ahí el sobre vacío.

Como si con eso, también yo me borrara del mundo donde ella ya no podía amarme.


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