En un rincón del bello Pueblo Mágico de Parras existe un eco que, a pesar del tiempo y del olvido, nunca se apaga. Es el eco de un silbato que marcó el paso de los días y que fue, durante generaciones, el corazón palpitante de un pueblo que aprendió a medir su vida al compás de su canto.
Por Lucero Velázquez
LA PRENSA
En el bello pueblo mágico de Parras, donde cada calle guarda un susurro del pasado, aún persiste un eco que atraviesa generaciones, es por ello, que Manuel García Garza y la destacada Cronista Elvia Morales García, hijos distinguidos de Parras de la Fuente, comparten al Semanario La Prensa la historia del silbato de Flesa, el cual, expresan, no es solamente un sonido que dejó de escucharse hace más de una década. Es un recuerdo que sigue vivo, vibrando en cada calle, en cada casa y en el alma colectiva de los que crecieron a su sombra.
A lo largo de su vida, Manuel García Garza ha tenido la oportunidad de codearse con empresarios influyentes, líderes del sector privado y funcionarios públicos de alto nivel. Fue un distinguido corredor de bienes raíces de altos funcionarios en el contexto municipal de los años ochenta y cinco, labor que le permitió tejer importantes relaciones y conocer de cerca la dinámica de desarrollo urbano de la región.
Su trayectoria le permitió construir una visión estratégica sobre el desarrollo de Parras y de Coahuila. Pero por encima de todo, lo marcó la certeza de que en su tierra natal el tiempo no se medía por relojes colgados en la pared. Aquí, el pulso de la vida lo marcaba el silbato de la Fábrica La Estrella, conocida con afecto por todos como Flesa.
Fundada en 1875 y constituida legalmente un 12 de septiembre de 1899 por don Evaristo Madero, don Lorenzo González Treviño y don Francisco Madero, esta emblemática fábrica textil fue mucho más que una fuente de empleo. Durante más de un siglo, fue el motor que impulsó la economía local y el hogar de historias que se entretejieron con el esfuerzo de cientos de familias.
Cada día, su silbato inconfundible marcaba las horas y recordaba a todos que la vida seguía su curso. “El sonido que salía de sus chimeneas no solo indicaba el inicio y el fin de los turnos de trabajo, era el latido de todo un pueblo, un símbolo de unión y de dignidad”, afirma Manuel con voz suave.
Un reloj sin manecillas
En aquellos tiempos, pocos hogares contaban con relojes de pulsera o de pared. Pero nadie sentía que les hiciera falta. A las seis de la mañana, el primer silbido de Flesa despertaba al pueblo entero. Era un llamado que no distinguía oficios ni edades. Para los obreros, significaba que era hora de acudir al deber; para las madres, el aviso de que sus hijos pronto regresarían de la escuela; para los niños, el telón de fondo que marcaba el ritmo de sus juegos en la calle.
A mediodía, el silbato anunciaba la pausa, el momento de volver a casa para compartir la mesa. Y al caer la tarde, su último canto despedía la jornada y encendía la certeza de que las familias volverían a reunirse. “Ese silbido nos enseñaba que siempre hay un momento para encontrarnos de nuevo”, recuerda Manuel, evocando aquellos días en que su sonido era parte de la rutina y la esperanza.
Más que un sonido, un símbolo
Manuel sostiene que aquel silbato representaba mucho más que el inicio y el final del trabajo. Era el recordatorio diario de que había empleo, de que cada esfuerzo valía la pena. Para quienes no trabajaban en la fábrica, significaba la cercanía de los seres queridos que pronto regresarían a casa. Era un lazo invisible que unía a todos bajo el mismo compás. “Cuando lo escuchábamos, sentíamos que todo estaba bien, que nada se salía de lugar”, cuenta con emoción.
Ese sonido era la certeza de que la comunidad estaba de pie. Las madres se tranquilizaban al oírlo porque sabían que sus hijos estaban de regreso. Los abuelos sonreían, reconociendo en aquel eco la promesa de otro día cumplido. Para Manuel, ese silbato fue un símbolo de pertenencia, de identidad, de una dignidad que ninguna adversidad pudo quebrantar.
El relato de la cronista
En entrevista con la destacada cronista de Parras, Elvia Morales García, nos dice que la vida en Parras, durante muchos años, fue regida en horarios marcados por el silbato de la fábrica La Estrella. El pueblo entero estaba al pendiente de su sonido, coloquialmente llamado “pito”, para sincronizar sus relojes y actividades diarias.
La cronista recuerda que la iniciativa de colocar aquel silbato fue de Don Evaristo Madero Elizondo, quien trajo un antiguo silbato de barco que se adaptó para este fin. En la década de los ochenta del siglo pasado, este silbato fue reemplazado por uno más moderno, de sonido menos grave. Dependiendo de los turnos necesarios —tercero o cuarto— se escuchaba marcando los horarios de trabajo.
La emblemática chimenea o tiro, de un gris oscuro original, fue construida en 1938 y con sus 36 metros de altura se convirtió en otro ícono de Parras. En 1981 fue pintada de rojo y blanco, como se conoce hasta la fecha. Aunque la fábrica cerró en 2014, todavía sigue presente en su construcción, en la chimenea, y sobre todo en la mente y el corazón de los parrenses.
El fin de una era
Pero como todo en la vida, aquel tiempo llegó a su final. Después de más de mil días de huelga, la fábrica cerró sus puertas en 2012, apagando para siempre el silbato que había acompañado a tantas generaciones. Con su silencio, se fueron también cientos de empleos y una parte esencial del alma de Parras.
Hoy, la vieja Flesa reposa en silencio, cubierta de polvo y de recuerdos. Sus muros ya no vibran con el rugido de las máquinas ni se llena el aire con el canto que marcaba la vida. Sin embargo, su presencia permanece intacta en la memoria de quienes la conocieron. “Aunque el silbido se haya callado, su eco sigue resonando en nuestros corazones”, afirma Manuel, con un brillo melancólico en los ojos.
Un eco que trasciende el tiempo
El legado de Flesa no se desvanece. Aunque el silbato ya no resuene, su memoria sigue viva, transmitida de generación en generación como un testimonio de trabajo, unión y amor por la tierra. Los parrenses que crecieron oyendo aquel llamado lo llevan consigo en cada rincón de sus recuerdos. Es un eco que, aunque callado, nunca muere.
Hoy, cuando las familias se reúnen a contar historias, muchos evocan con ternura ese silbato que marcó los días de su niñez y juventud. El silbato de La Estrella tal vez se haya silenciado, pero su esencia sigue siendo un símbolo que sobrevive al paso del tiempo. Porque, como todo buen eco, su sonido nunca desaparece del todo. Permanece guardado en el corazón, transformado en un recordatorio de quiénes somos y de dónde venimos.
Al igual que la memoria y la vida misma.