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martes 16 de septiembre de 2025

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Arlana

Arlana

Por Mauricio A. Sánchez Campos

La conocí sin conocerla.

Durante meses, todas las mañanas a la misma hora, compartíamos el mismo vagón del metro. Yo me sentaba casi siempre en el segundo asiento de la izquierda, justo frente a ella. Los asientos estaban pegados a la pared, uno frente al otro. Quedábamos cara a cara… pero nunca nos mirábamos.

Ella siempre traía el cabello suelto, cenizo, lacio y perfecto, como si no hiciera esfuerzo alguno. Se Ponía sus audífonos, miraba hacia el cristal y a veces cerraba los ojos, como si quisiera detener el mundo.

Y yo… yo la miraba.

Tenía unos ojos negros que no sabían ser discretos. Si alguna vez cruzaban los tuyos, no te dejaban ir. Su mirada era intensa. Su sonrisa, suave. Y unas pecas bajo los ojos que me tenían completamente hipnotizado.

Jamás nos hablamos.

Jamás supe su nombre.

Pero poco a poco, me fui enamorando de ella.

Empecé a esperarla. Me subía al metro con el corazón en la garganta solo por verla. Me aprendí sus gestos, sus rutinas. Un día traía un libro. Otro día traía un café. A veces, solo su mirada perdida en algo que tal vez nunca sabría.

Un lunes, algo dentro de mí decidió cambiar.

Me armé de valor. Me repetí que ese era el día. Que no podía dejar pasar más tiempo. Que si no hacía algo, la perdería sin siquiera haberla tenido. Así que cuando ella subió, se sentó frente a mí, como siempre, me preparé para hablarle.

Pero justo cuando me paré, ella me miró.

Tres segundos.

Tres.

Nuestros ojos se encontraron por primera vez. Y me congelé.

Volteé hacia otro lado. Me senté de nuevo. Me venció el miedo.

Y ella… simplemente volvió la mirada al frente. Como si nada.

Como si yo no hubiera estado ahí.

Al día siguiente, me subí con el estómago revuelto. Su asiento estaba vacío. Pensé que se le había hecho tarde. O que bajó en otra estación.

El miércoles tampoco vino. Ni el jueves.

Pasé de la ansiedad a la tristeza. Una tristeza profunda, que me apretaba el pecho. La frustración me consumía. Me reprochaba a mí mismo. No haber hablado. No haberme atrevido. No saber siquiera su nombre.

Fue entonces cuando hice algo que jamás pensé que haría.

Escribí un cartel…

Para la chica del metro de las 7:15 am.

Cabello cenizo, ojos negros, sonrisa irresistible.

Me llamo Mauricio.

No sé tu nombre, pero desde hace meses me haces sentir algo que no puedo explicar.

Quiero conocerte. Invitarte un café.

No sé si leas esto.

Pero si lo haces… llámame.

Imprimí varias copias. Me bajaba en cada estación a pegar uno. Uno por parada. Una última oportunidad.

Una tarde, cuando ya casi había perdido la esperanza, recibí una llamada.

—¿Mauricio? —dijo una voz desconocida.

—Sí, soy yo.

—¿Tienes ojos verdes, usas Converse de piel negros… y cuando estás nervioso te frotas el pulgar con los dedos?

Mi corazón se detuvo. Solo podía ser ella.

—Sí… ¿quién habla?

—Soy Amanda. Soy hermana de Arlana.

Ese nombre me atravesó.

Arlana.

—Ella me habló de ti —continuó Amanda—. Me contaba que todos los días compartía el metro con un chico de ojos verdes. Que usaba los mismos tenis, que se sentaba siempre en el mismo lugar. Decía que te observaba en silencio. Que le causabas algo raro, bonito. Que no entendía por qué te pensaba tanto si nunca habían hablado.

Yo no podía decir nada. Me ardían los ojos. Me ardía el alma.

—El lunes pasado, antes de salir de casa, me dijo que por fin te iba a hablar. Me pidió que le ayudara a escribir una carta porque decía que mi letra era más bonita, y que temía no poder decir todo en persona . Me dijo que pasaría por su café favorito, americano con un toque de avellana, y te lo iba a invitar. Estaba nerviosa… pero feliz.

Pero… al salir de la cafetería, un auto se pasó el alto.

Murió al instante.

Silencio.

—Me entregaron sus cosas y la carta estaba en su bolso. Solo que había algo diferente…. ya no era mi letra si no la de Arlana. Me dio gusto saber que se animó a escribirla por su propia cuenta. Y como vi tu cartel… estoy aquí cumpliendo sus últimas intenciones. Porque sé que para ella tú significaste más de lo que imaginas.

Amanda me mandó la carta.

Venía manchada. No sé si era sangre. O café.

Pero su letra… su letra era suave. Como ella.

Para el chico de ojos verdes:

Te veo todos los días.

Y no sé cómo explicarlo, pero siento que te conozco.

Me gusta cómo te acomodas el cabello cuando el vagón frena, cómo a veces sonríes solo y cómo usas esos converse viejos, que estoy segura son tus favoritos.

Me gustaría sentarme junto a ti. Invitarte mi café favorito, americano con un toque de avellana, para endulzarlo.

Decirte que me haces falta aunque no me conozcas.

A veces imagino que hablas mucho. O que hablas poco pero me escucharías por horas.

Me gustaría saber cómo hablas. Cómo suena cuando dices mi nombre.

Que lo sepas: si me ves llegar con dos cafés… el otro es para ti.

—Arlana

Me duele.

Me duele no haberle hablado cuando tuve la oportunidad.

Me duele que me haya mirado y yo no haya sabido sostenerle la mirada.

Me duele que se haya preparado para darme el primer paso… y no llegara.

Me duele saber que me quiso. Que me pensó.

Y que ahora lo único que tengo de ella… es una carta.

Desde entonces, cada vez que alguien dice “avellana”, yo no pienso en café.

Pienso en ella.

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