Rubén Moreira Valdez
El país está hundido en la violencia, su gobierno no tiene dinero y la clase dirigente se reconoce en sus frivolidades. El mundo nos observa como protagonistas de una comedia donde se mezcla el absurdo y lo estridente.
El régimen, fundado y tutelado por un mesías que llevó la narrativa de transformación hasta las alturas de la más empalagosa cursilería, nos tiene en la ruta de la dictadura, y no precisamente la perfecta. Estamos en la profecía de las primeras líneas del 18 Brumario de Luis Bonaparte.
El pan de cada día es la tragedia de hospitales sin medicinas, escuelas donde faltan niños, universidades patito, elecciones sin votantes, refinerías que no refinan y compañías de trenes y aviones sin pasajeros. En lo financiero, el actual gobierno tiene poco margen de acción y tendrá que decidir entre deuda, impuestos o disminución del déficit. También puede mezclar las opciones. En el caso del déficit, lo natural sería que eliminara dispendios; sin embargo, el grueso de ellos es producto de las obras faraónicas y los caprichos heredados. Imposible quitarles recursos sin alterar el Olimpo del morenismo: el Zeus tronante que habita en Palenque montaría en cólera.
López Obrador mandó, pero no gobernó. Las políticas públicas salieron de prejuicios y, en el mejor de los casos, de fantasías y utopías juveniles. Sin estudios previos o proyectos, se arrancaron obras que desfalcaron la hacienda del Estado. El Moisés se aventó a las aguas y no se abrieron. La popularidad se sostiene en la polarización y la amenaza de retirar las transferencias económicas.
En mis manos: la Figura del Mundo de Juan Villoro, en el texto el autor se adentra en la relación con su padre. Se termina de un jalón y se antoja la inevitable relectura. Del texto transcribo el párrafo que describe al tabasqueño: “Mi padre apoyaba esa iniciativa (la zapatista), al tiempo que fungía como uno de los seis asesores del candidato formal de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador. Después de cada reunión, lamentaba que el activista tabasqueño no escuchara a nadie y tuviera una visión tan reducida de la realidad. Estupendo para impugnar, no parecía muy interesado en impulsar el complejo tejido de transformaciones necesario para crear un gobierno de izquierda democrática. Le sobraban virtudes como activista y le faltaban como estadista. Varias veces pensó en abandonar esa inútil asesoría”. Luis Villoro Toranzo murió en 2014 y sus cenizas se depositaron en territorio zapatista, bajo un liquidámbar.
Vivimos la tragedia de un populismo que goza de una falsa salud y que, en su embriaguez, no dudará en aferrarse al poder y regresarnos al siglo XIX. “La historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como una miserable farsa”.