Juan de Luna Martínez tiene toda una vida lustrando zapatos ajenos. Por décadas ha hecho brillar zapatos que conducen a muchos lugares, en un oficio que lo dignifica
Fabiola Sánchez
LA PRENSA
En un oficio que se resiste a morir entre la prisa del mundo moderno, Juan de Luna Martínez, bolero de 67 años, sigue puliendo con esmero el brillo de los zapatos ajenos, como quien pule también su propia historia; la suya es una vida de trabajo duro, de resistencia y de orgullo, tejida entre betunes, cepillos y anécdotas que se cuentan mejor desde una silla de bolero.
Juan recuerda con voz pausada y memoria firme que, desde muy joven, aprendió a ganarse la vida con las manos.
“Éramos muchos en la casa, como doce, y mi jefe era trailero; venía unos días sí y otros no, cuando él se fue, yo me quedé con mi familia y empecé a trabajar entregando chicharrones en una carnicería del pueblo”, relata que aquel fue apenas el inicio de una vida marcada por la necesidad y la determinación.
En el sector El Pueblo, comenzó a bolear en la calle, cerca de carnicerías y entre la gente rica del centro, teniendo siempre clientes que lo buscaban por su desempeño.
A pesar del paso del tiempo, de las enfermedades y de las jornadas largas, Juan sigue laborando todos los días en el centro de Monclova.
“A veces me voy hasta las seis de la tarde, le ayudo a mi hijo a reparar lavadoras y abanicos después de las tres y si no hay trabajo, pues me voy pa’ la casa”, cuenta.
En su rincón, bajo la sombra de un toldo donde se reúnen los boleros a espaldas de la presidencia municipal, además de limpiar zapatos, Juan escucha historias.
“Aquí la gente viene a platicar, te dicen que si no brilla bien o que si no le echas esto o lo otro y uno se agüita, porque sabe que si el cliente se va, puede no volver, pero si va con el vecino, ni modo, aquí todos cobramos igual”, comparte con un dejo de resignación.
Consciente de que los zapatos hoy duran menos y que la gente prefiere comprar nuevos antes que bolearlos, Juan defiende su oficio con firmeza.
“Esto nunca va a desaparecer, mire, en la pandemia, todo se paró: cantinas, iglesias, ropa, todo… menos nosotros la boleada no paró, los camiones andaban, los que jalaban seguían viniendo a bolearse, no podíamos parar. ¿Quién los iba a bolear?”
Aunque hubo días duros durante la crisis sanitaria, Juan y sus compañeros nunca abandonaron su esquina.
“A veces hacíamos siete u ocho boleadas, diez con suerte, pero otros días no hacíamos ni una. Ni para la combi nos llevábamos, pero veníamos porque ya tenemos nuestros clientes, hoy no vinieron, pero mañana sí, hay que tener paciencia”.
“Lo mínimo son veinte, pero si de plano no ha caído nada, pues cobras treinta y ya, es lo justo no estoy mintiendo, porque aquí estamos todos, trabajando delante de los clientes”.
Detrás de cada cepillada hay también una historia familiar don Juan se siente orgulloso de lo que ha logrado con su trabajo, sacar adelante a su familia y darles el estudio a sus hijos.
“Una de mis hijas estudió contaduría, enfermería, y computación empresarial salió adelante con mi trabajo, y aunque otros hijos están en el otro lado, todos me respetan y me valoran eso es lo más importante”.
Con dos esposas tuvo ocho hijos cuatro con cada una, y aunque reconoce que no fue fácil mantener la armonía, siempre buscó el bienestar de todos.
Hoy, a sus casi siete décadas, don Juan de Luna Martínez no piensa dejar de bolear dijo estar dispuesto a no bajar la guardia y sentirse con fuerzas para seguir haciendo brillar los zapatos de la gente.