Para José Mario Molina Pasquel y Henríquez, cuyo nombre se inscribió con letras doradas en la historia científica de México y el mundo al ganar el Nobel de Química en 1995, las cosas parecían predefinidas desde un principio.
Su fascinación por la ciencia lo desbordaba antes de entrar a la secundaria, según compartiera él mismo en una semblanza autobiográfica.
«Aun recuerdo mi emoción cuando vi por primera vez paramecios y amibas a través de un microscopio de juguete más bien primitivo», escribió el ingeniero químico y doctor en fisicoquímica.
Con un baño de su casa convertido en laboratorio, las largas horas que pasó absorto en esos juegos terminaron pronto por adquirir seriedad bajo la guía de su tía, la química Esther Molina.
Y a los 11 años, después de ser enviado a Suiza a estudiar, la decepción fue manifiesta tras descubrir el poco interés entre los de su edad por aquello que apasionadamente desplazó en él la posibilidad de dedicarse a la música, en los días en que tocaba el violín.
«Yo estaba muy entusiasmado de vivir en Europa, pero me desilusionó que a mis nuevos compañeros no les interesara la ciencia más que a mis amigos de México», recordaría.
«Para entonces ya había tomado la decisión de ser investigador en química».
Determinación que guió y modeló toda la vida del único Nobel mexicano de ciencias, cuya vocación sólo se vio interrumpida ayer, en cuanto cesó de latir el corazón del científico a sus 77 años, como informaron el centro de investigación y promoción de políticas públicas que lleva su nombre, Centro Mario Molina, y la UNAM, su alma mater.
Con la extraordinaria casualidad de que su fallecimiento en su casa en la Ciudad de México acaeciera el mismo día en que se anunció el Nobel de Química 2020, a un cuarto de siglo de que dicho galardón recayera en él.
El máximo honor de la ciencia se lo granjearon las investigaciones sobre química atmosférica y la predicción del adelgazamiento de la capa de ozono como consecuencia de la emisión de ciertos gases industriales, los clorofluorocarburos (CFCs).
Trabajo que realizó tras unirse al equipo del profesor Frank Sherwood Rowland en 1973 como becario de posdoctorado, en Irvine, California, habiendo estudiado antes la carrera de Ingeniería Química en la UNAM; Cinética de Polimerización en la alemana Universidad de Friburgo, y el doctorado en Fisicoquímica en la Universidad de California, en Berkeley.
Tan sólo tres meses después de su llegada a Irvine, Rowland y él ya habían creado la «Teoría del agotamiento del ozono por los CFCs», que en un principio no parecía de especial transcendencia, hasta que se comprendió la seriedad del problema.
«Nos alarmaba la posibilidad de que la liberación continua de CFCs en la atmósfera pudiera causar una degradación significativa de la capa de ozono estratosférica de la Tierra», advirtió el mexicano, dedicado en los años siguientes a que la investigación fuera publicada a una agitada difusión ante científicos, autoridades públicas y medios de comunicación.
«Sabíamos que ésta era la única forma de asegurar que la sociedad tomara algunas medidas a fin de reducir el problema», estimaba. «Me emociona y me mueve a humildad el que pude hacer algo que no sólo contribuyó a nuestra compresión de la química atmosférica, sino que también tuvo profundas repercusiones».
Y es por todo esto, que eventualmente condujo al Protocolo de Montreal -el primer tratado internacional que ha enfrentado con efectividad un problema ambiental de escala global-, por lo que Molina pervivirá en la memoria, opinaron colegas.
«Lo que hizo fue crear una conciencia de cómo la actividad industrial, la actividad individual de la vida cotidiana, podía tener efectos a nivel mundial. En ese sentido, ayudó a crear una conciencia ecológica brutal», comentó a REFORMA el biólogo Antonio Lazcano, quien tenía con el Nobel una cita pendiente para «ir a cenar tacos».
«Gracias a sus investigaciones sabemos más de la fragilidad de nuestro planeta. Lo recordaremos por su compromiso con el medio ambiente, por su apoyo a la ciencia mexicana y su gran valor humanista», sostuvo, por su parte, el doctor en ciencias Gerardo Herrera.
La cima indiscutible a la que se elevó aquel niño que veía paramecios en microscopios de juguete y jugaba en un baño convertido en laboratorio.
Crítico de AMLO
Al haber enfocado gran parte de su labor a frenar el creciente problema del cambio climático impulsando acciones globales a favor del desarrollo sustentable, para Molina resultaba inconcebible la política energética del actual Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
La cual el científico, cuya vida académica transcurrió en instituciones de la talla del Laboratorio de Propulsión a Chorro o el Instituto de Tecnología de Massachusetts, criticó al decir que seguía la misma línea que la del Gobierno de Donald Trump, y al remarcar que en las declaraciones del tabasqueño no había importancia alguna por el tema.
«Él no está consciente de que es un problema, y menos un problema de emergencia», lamentó Molina en enero pasado.
Asimismo, ante la renuencia del Mandatario mexicano sobre el uso del cubrebocas, el científico le extendió públicamente una recomendación con base en estudios en los que participó y en los que se comprobó la correlación entre la imposición de este insumo por parte de las autoridades y el control de los contagios.
Y, severamente comprometido con la ciencia en el País, denunció también la promesa incumplida por distintas administraciones de aumentar el presupuesto del sector, e incluso calificó como un «error garrafal» la propuesta de extinguir los fideicomisos del sector, gestada desde la bancada morenista en San Lázaro.
«La mejor manera de honrarlo es continuar apoyando la ciencia», enfatizó Lazcano.
Su despedida, informó el Centro Molina, se llevará a cabo en privado dada la pandemia de Covid-19.