Por Leo Zuckermann
La destrucción del CIDE como experimento
Tenía el pendiente escribir sobre lo que está ocurriendo en el CIDE. No había podido hacerlo porque es un tema que me duele. Durante cuatro años, de 2000 a 2004, fui el secretario general de esa institución, donde también me desempeñé como profesor investigador en la División de Estudios Políticos. Tengo grandes recuerdos de mi paso por el CIDE y conservo la amistad con algunos profesores que ahí siguen. A menudo entrevisto a miembros de ese claustro que son los mejores expertos en diversos temas económicos, políticos y sociales. En este sentido, siento como un asunto personal las tribulaciones actuales del CIDE y, por tanto, me resulta difícil opinar de lo que ahí está ocurriendo.
He aquí el caso de muchos años de la construcción lenta, difícil, costosa de una de las mejores instituciones de investigación y docencia de ciencias sociales en América Latina, orgullo de México, que el gobierno actual quiere derruir. La razón es ideológica. El presidente López Obrador tiene la percepción que se trata de una institución neoliberal. Ergo, hay que destruirla y, desde sus cenizas, construir un nuevo centro compatible con la nueva ideología de la llamada Cuarta Transformación. Formar una escuela de cuadros para el gobierno federal que realice investigaciones a modo para legitimar las “verdades” de Palacio Nacional y sus otros datos.
Para desbaratar al CIDE, primero le quitaron recursos. El gobierno no sólo le recortó el presupuesto, sino que se apropió de su fideicomiso institucional que, durante años, había acumulado un importante capital gracias al trabajo honesto de sus profesores investigadores.
Luego comenzó la purga. Orillaron al director general, Sergio López Ayllón, a renunciar. La directora de Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla, ya no le tomaba las llamadas telefónicas y, sin una relación fluida con esta institución, resulta prácticamente imposible dirigir un centro público de investigación como el CIDE.
Álvarez-Buylla nombró como director interino a un profesor gris de El Colegio de México, José Antonio Romero Tellaeche. El único mérito de esta joven promesa de más de 70 años de edad es que compartía, como la directora de Conacyt, un odio irracional en contra del CIDE por considerarlo baluarte del neoliberalismo.
Cual comisario político del politburó morenista, Romero procedió con la purga. Por pensar diferente, despidió al director del CIDE en la sede de Aguascalientes, Alejandro Madrazo, y a la secretaria académica, Catherine Andrews.
El próximo lunes, el presidente López Obrador, por medio de Álvarez-Buylla, tendrá que decidir si Romero Tellaeche permanece como director definitivo o si lo sustituye el otro posible candidato, Vidal Llerenas, otro cuadro de la 4T, menos ideológico que el interino, y que no comparte el odio irracional en contra de la institución que pretende dirigir.
Vale la pena destacar que, desde 1995, todos los directores generales del CIDE habían salido de la propia comunidad académica. Sin embargo, en esta ocasión, ninguno se postuló por miedo. A todos les quedó claro que el Presidente quería un director externo y mejor ni ponerse en el radar de López Obrador. Es tristísimo porque hay muchos profesores con gran potencial para ser buenos directores y que, incluso, comulgan con algunas ideas de la 4T.
Desgraciadamente, yo creo que el lunes será ratificado Romero Tellaeche como director, por su cercanía con la directora de Conacyt. Tiene el odio, la edad y el perfil perfectos para destruir a la institución y convertirla en un centro ideológicamente cercano a la 4T, lo que sea que eso signifique .
Esta semana entrevisté al gran historiador Jean Meyer, quien acaba de cumplir 28 años de pertenecer al CIDE. Me dijo algo muy interesante. El CIDE es una institución pequeña donde la 4T está experimentando cómo apropiarse de las universidades públicas. Si les sale el experimento con el CIDE, procederán a hacer lo mismo con la Universidad de Guadalajara y la UNAM, que ya tiene el Presidente en la mira. Así que, más allá de lo que ocurra en el CIDE, aquí hay mucho en juego.
A estas alturas, los únicos que pueden detener la destrucción del CIDE son la comunidad de empleados, profesores y estudiantes que la conforman. Muchos ya han optado por salirse. Pero los que se quedaron deben levantar duro la voz para evitar la catástrofe de esta institución. Llegó la hora de releer el libro de Albert O. Hirschman, Salida, voz y lealtad, cuyo subtítulo lo explica todo: “respuestas al declive en empresas, organizaciones y estados”.