«Todo está colapsado», exclamó Olexandra vía mensaje de texto en el que irónicamente es su idioma, el ruso.
Ha pasado un mes desde que el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, envió a sus fuerzas a Ucrania en lo que él ha definido como una «operación militar especial». En estas semanas, lo único que esta joven de 28 años y sus conciudadanos ven al asomarse por sus ventanas es caos, dolor y guerra.
Olexandra nació en Mykolaiv, una ciudad de Ucrania a casi siete horas de Kiev, pero tiene 10 años desde que se mudó a la capital.
«De un día para otro, esto afectó todo y a todos», expresó.
Olexandra sigue en shock. Ahora su rutina consiste en despertar, correr por víveres y medicinas, intentar ayudar a damnificados, meterse a un búnker, dormir con la ropa puesta «por si a caso» y, al día siguiente, repetir todo otra vez.
Para todos sus conocidos, la vida también cambió drásticamente.
«Mi esposo, por ejemplo, es voluntario para defender Kiev y los distritos. Otro amigo está en la ciudad de Jersón y dedica sus días a sacar gente de los escombros y protestar en contra de los invasores», explicó.
Para ella y la gente de su barrio, las actividades de «recreación» y distracción consisten en ayudar al Ejército y orar, todo el tiempo orar.
La angustia que inunda el pecho de Olexandra no sólo viene de no saber si ese será su último día, o de si su esposo volverá a casa, sino también de la incertidumbre de que sus padres estén viviendo esto desde su natal Mykolaiv.
La casa de uno de sus amigos, en la ciudad de Irpin, ya fue bombardeada. Las vías del tren, en donde gente se encontraba esperando a ser evacuada, también han sufrido el impacto de fuego proveniente de las fuerzas rusas.
«Mis padres se ven obligados a pasar la noche en el sótano y, a veces, a estar ahí todo el día. Nadie de nosotros tiene más remedio que sobrevivir a las condiciones que tenemos», expuso.
Más allá del pánico, Olexandra describe una Kiev en la que se respira furia, ganas de recuperar su tranquilidad y de unir fuerzas para que ese anhelo se materialice. Todos ansían que sus días dejen de ser crisis bélica y emocional, pero nadie está dispuesto a doblegarse ante Putin.
«No conozco a una sola persona que aceptaría el plan de Putin, ni del oeste, ni del este y sur de Ucrania», declaró.
«En esta guerra puedo perder todo en una noche: mi vida, mi casa, mi patria, a mis amigos, a mis padres y a mi esposo. Sólo sueño con nuestra vida después de que esto terminé. Sueño con despertarme junto a mi esposo en Kiev y llamar a mis padres para saber si iremos juntos al mar el próximo fin de semana».
Querer huir de la atrocidad, si bien es una respuesta natural, «no siempre es tan fácil», explicó.
La ucraniana describe el flujo de desplazados internos como «una locura» y afirma que medios locales no dejan de reportar el desmesurado número de personas que han llegado a ciudades como Lviv, donde «los desplazados están alojados en todas partes: desde escuelas hasta gimnasios, incluso en el Teatro de Marionetas».
Olexandra y sus conocidos consideran que el Gobierno del Presidente Volodymyr Zelensky se esmera en minimizar las consecuencias de la catástrofe al máximo posible.
«Dada la desproporción de fuerzas y armas enemigas, nuestro Gobierno lucha por evitar las bajas civiles y ayudar al Ejército», destacó.
«Rusia informa que casi no hay bajas en la guerra, pero hay una razón por la que no recogieron los cadáveres de sus soldados en el porche de mi amigo durante varios días ¿cierto?».
‘Estamos vivos, no hay comunicación’
Al otro lado del Atlántico, en México, vive Liubov Parkhomenko, una joven manicurista que reside en San Pedro Garza García, Nuevo León, y que ha sido testigo del sufrimiento de su país desde su pantalla.
«Yo ya no vivo, cada día es un martirio, incluso me olvido de bañarme, de cepillarme los dientes, no puedo comer. Ruego al todopoderoso que proteja a mis parientes en Ucrania», contó Liubov.
Lágrimas, dolor y desasosiego son lo que rige la realidad de la joven que sabe que su familia y sus amigos están en riesgo, y para quienes la comunicación es casi nula. Ellos se encuentran en ciudades como Hostomel, Bucha e Irpin, en donde, según la joven, «se están librando feroces batallas» ante la escasez de comida, el agua y la luz, y donde la ayuda humanitaria es obstaculizada por las tropas rusas.
«Sólo recibo un mensaje de mis papás y amigos: ‘Estamos vivos, no hay comunicación'», indicó Liubov, quien se aferra a esas palabras hasta que llegue el siguiente mensaje, en unas horas o en varios días.
Los bombardeos, le cuenta su hermana, que reside en Odesa y con quien tiene mayor comunicación, son recurrentes e indiscriminados.
Según lo que ha visto Liubov a través del contenido que le envían sus conocidos, los cadáveres yacen en las calles sin que nadie se atreva a recogerlos y darles un entierro digno, pues temen estar en el lugar y momento incorrecto y ser ellos los siguientes.
«Nosotros somos un pueblo fraternal, somos libertad, somos educados, pero sobre todo somos personas. Muchas personas dan su opinión sobre lo que está pasando en Ucrania, pero nunca le han preguntado a un ucraniano qué pasa en verdad, ni han vivido ahí, ni mucho menos conocen nuestra historia», sostuvo.