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lunes 15 de septiembre de 2025

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Opinión

Opinión

Por José Elías Romero Apis

Recordando a los olvidados

Es cierto que no debemos asustarnos de los panteones. Total, las ánimas no hacen daño alguno. Pero, tampoco nos metamos a los panteones. Mucho menos, a deshoras. Cada quién en su lugar, en su tiempo y en su destino. No invoquemos a los fantasmas del pasado ni visitemos sus campos santos

Alguna ocasión, Miguel Alemán Valdés me dijo que la política es muy bonita, pero que, también, es muy cruel con los políticos que fueron muy importantes, muy famosos o muy poderosos. Con ellos, se ensaña con verduguillos muy filosos, como la venenosa flecha del olvido.

Y es que el canon del olvido fue una de las normas más severas, pero más sabias de la política mexicana. Los presidentes debían olvidarse de que lo fueron. No hablar, no escribir, no declarar, no alternar, no competir, no festejar y no aparecer.

Pero, además, el sistema político debería olvidarse de ellos. No escucharlos, no mencionarlos, no invitarlos, no elogiarlos y, desde luego, no recordarlos. Como era un imperativo sistémico y no una perversión anímica, no se le consideraba como una ingratitud, ni como una traición, ni como una perfidia.

A lo largo de los años, tan sólo encuentro tres excepciones a ese código del olvido. La primera cuando, con motivo de la Guerra Mundial, Manuel Ávila Camacho sacó de la bodega a Plutarco Elías Calles y a Lázaro Cárdenas dizque para reconciliarlos en un pacto de unidad nacional, bien necesario para el país de ese entonces.

La segunda fue cuando Adolfo López Mateos abrió el baúl para desempolvar a 7 expresidentes que entonces vivían y designarlos en encargos meramente simbólicos, pero que todos aceptaron, quedando bajo la subordinación jerárquica del presidente en turno. También fue un golpe de alta política.

Y la tercera, a la cual todavía no le encuentro decodificación, es la resurrección de presidentes y de otros importantes políticos pretéritos, con el Lozoyagate, que revive en la memoria a quienes ya descansaban en paz. Después, con la Consultagate, donde quieren ponernos a jugar al aplausómetro, como si creyéramos que nuestra opinión sirve de algo.

Además, todo esto se complementa con los Brooklyngate, donde se ha llevado a comparecer ante un tribunal neoyorquino a dos importantes personajes que lo fueron de los sexenios inmediatos anteriores, pero ya ahora olvidados tanto ellos como sus jefes, de no ser por estos refrescos de memoria.

Digo que no alcanzo a comprender el beneficio que pueda reportar para los interesados, el sacar a los antiguos presidentes de su cómodo limbo donde la crueldad del sistema, adicionada a la frialdad de los humanos, los ha depositado para que no incomoden, para que no perturben, para que no asusten, para que no enojen y para que no estorben a los dueños del poder en turno.

Es cierto que no debemos asustarnos de los panteones. Total, las ánimas no hacen daño alguno. Pero, tampoco nos metamos a los panteones. Mucho menos, a deshoras. Cada quien en su lugar, en su tiempo y en su destino. No invoquemos a los fantasmas del pasado ni visitemos sus campos santos.

Un solo ejemplo. Los revolucionarios mexicanos no se la tomaron contra los porfiristas. Tan sólo los barrieron, pero no los persiguieron. Los defenestraron, pero no los encarcelaron. Los tumbaron, pero los olvidaron. Mirando hacia el porvenir, no hacia el devenir. Viendo hacía el futuro, los revolucionarios mexicanos triunfaron un siglo. Viendo hacia el pasado, los revolucionarios franceses fracasaron un siglo.

En la política real, a diferencia de la política ficción, todos los puentes deben construirse desde el presente hacia el futuro y jamás deben instalarse desde el presente hacia el pasado. Que sirvan para avanzar y no para regresar. La política es el arte de las soluciones, no la maraña de los problemas. Y el pasado, para nuestro bien y para nuestro mal, ya no tiene solución. Tendrá castigo, tendrá venganza y tendrá revancha. Pero ya no tiene regreso, ya no tiene respuesta y ya no tiene remedio.

Reincorporar a los espectros tan sólo induce a convertir el olvido en recuerdo y el recuerdo en comparación. Y, del cotejo, se corre la aventura de ser muy vitoreado, pero se recorre el riesgo de salir muy mal parado.

Por eso, eran juegos prohibidos los de recordar el pasado. Todo el pasado estaba perdonado. Lo único del pasado que no tenía perdón, era recordarlo.

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