Por Víctor Beltri
El Presidente es un lastre, más que un salvavidas
A mis hijas.
Sólo existe una persona capaz de sacar lo peor de cada uno de los mexicanos. Los insultos recientes a la comunidad judía, por parte del presidente Andrés Manuel López Obrador, y la reacción inmediata de sus seguidores —apoyando de forma incondicional los despropósitos del mandatario— no dejan lugar a dudas.
El agravio de la semana fue para los judíos, como en su momento le correspondió a los jesuitas, los periodistas, los niños con cáncer o cualquier otro colectivo que se haya atrevido a exigir resultados a un gobierno que ha demostrado no tener mayores escrúpulos ni visión a futuro. El Presidente sabe cómo hacer daño, y ha ejercido su liderazgo para endurecer —como las piedras de río, que terminan por perder sus aristas— a una feligresía cuyo resentimiento rebasa, cada día, nuevos límites: la intención es lastimar, primero, a quien cuestiona; el aislamiento —y la descalificación— vendrá después.
El Presidente lo sabe, de sobra. Nada es tan ofensivo como insultar a un judío comparándolo con Hitler; nada puede ser tan miserable como repetir la dosis, al día siguiente, haciéndolo extensivo a la comunidad entera. Nada es tan ofensivo como cuestionar la lealtad de los jesuitas al Papa; rechazar el compromiso con la verdad de los periodistas o ignorar el dolor de quien ve agonizar a sus hijos entre sus brazos. Nada es más cobarde tampoco, hay que decirlo, que guardar silencio ante las tropelías del tirano.
México se ha convertido en un país de timoratos: una nación de pusilánimes, aunque el adjetivo resulte doloroso. La transformación es real, aunque no sea positiva, y sus resultados podrían medirse por la relación entre el número de decesos y las manifestaciones públicas del hartazgo ciudadano: mientras que, en 2014, la desaparición de 43 estudiantes era suficiente para indignar y movilizar al país entero, en el 2022 nos hemos resignado a contar los fallecidos en cifras de seis dígitos, sin atrevernos a chistar en absoluto. Nos hemos puesto a la merced del matón del barrio.
El sexenio sería un fracaso rotundo, en el sentido convencional, pero para el Presidente no ha sido más que un éxito continuo. Un éxito que se refleja no sólo en la popularidad que conserva —y que sigue incrementando, a pesar de sus pifias— sino también en la poca credibilidad que merece la crítica de sus adversarios. El Presidente no es un genio, sino un manipulador: el mandatario no es un estadista, sino un provinciano que llegó a un lugar que no se merecía. El titular del Ejecutivo no es un prócer, sino un irresponsable que no supo entender lo que la vida le puso enfrente: un burro que, como en la fábula, tocó —sin querer— la flauta.
Sólo existe una persona capaz de sacar lo peor de cada uno de los mexicanos. El Presidente de la República pregona la paz, pero promueve la violencia; el mandatario pretende construir el futuro, pero no es capaz de aceptar —y dejar atrás— la derrota que sufrió hace 16 años. El Presidente no entiende el mundo en el que vive, y prefiere seguir persiguiendo sus molinos de viento antes que aceptarlo: el Presidente, no obstante su popularidad —sin contendientes reales—, es un lastre, más que un salvavidas.
El poder es temporal, sin embargo. Los errores son patentes, y, quienes vengan en el futuro, tendrán que reparar los errores de un personaje soberbio y carismático, pero con capacidades muy limitadas. El Ejército no tiene dueño; los jesuitas siguen aquí, a pesar de haber sido expulsados hace algunos siglos. La Iglesia católica ha sobrevivido desde hace más de dos milenios, los judíos han resistido tiranías desde hace más de cinco mil años. Un sexenio, en este contexto, no es sino irrelevante.
El Presidente es poderoso —es cierto—, pero no lo es más que todos nosotros, si nos unimos. Nada es más cobarde que guardar silencio ante las tropelías del tirano: nada es más digno, sin embargo, que perder el miedo y levantar la voz. Y los puños. Y las calles. Y pronto.