Hace unos años, la poeta lesbiana Reyna Barrera recordaba que su maestro Antonio Alatorre (1922-2010) solía tartamudear; “cuando dejó de hacerlo, supe que iniciaba una nueva vida”.
Tan sencilla observación, pero muy lúcida y perspicaz, no era equívoca al advertir la importante transformación por la que atravesó el reconocido filólogo, traductor, crítico literario y escritor jalisciense, cuyas manías obsesivas parecían indicar que algo no estaba bien.
“Antonio se metió a análisis, y empezaron a desmoronarse los muros. Finalmente pudo respirar más, vivir su vida. Todo eso no fue instantáneo, sino a lo largo de muchos años y con mucho trabajo interior; pero yo creo que sí hizo una transición increíble”, cuenta en entrevista el artista plásticoMiguel Ventura, viudo del filólogo y presencia fundamental para tal cambio.
Lo más radical y significativo, y no obstante lo que menos se ha referido al paso de los años -quizá con un afán de suprimirlo de la memoria-, fue la decisión de Alatorre por unir su vida a la de Ventura, 32 años menor, luego de divorciarse de la también filóloga Margit Frenk, con quien tuvo tres hijos.
Hoy, al cumplirse 100 años del nacimiento de Alatorre, mientras instituciones y colegas se alistan para conmemorar al erudito políglota, custodio de la lengua y gran sorjuanista, el hombre que lo acompañó durante 38 años comparte la historia íntima de ese otro Antonio, el que con bravura incontenible optó por la libertad, a pesar de la condena por terminar su matrimonio con una de las académicas más importantes del País.
El flechazo y la aventura
“Yo tenía 18 años cuando lo conocí, y me cambió la vida“, dice Ventura (San Antonio, Texas, 1954), de inmediato y sin titubeos.
Era 1972, y Alatorre, originario de Autlán de la Grana, Jalisco, daba un curso de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton. Un fumador empedernido, de cabello largo y una deliberada falta de ortodoxia, que cautivaba a los estudiantes con su peculiar estilo.
“Hablaba de una manera que yo nunca había oído a alguien hablar así, muy diferente a los académicos en general. Como que el conocimiento estaba integrado a su vida y su forma de ser, entonces lo podía expresar de una manera muy amena y muy relajada, sin esta cosa apretada de tanto académico“, recuerda Ventura.
“Antonio en ese momento era antiacademia. Entonces, (su lucha) no era no solamente salir del clóset; el mundo era una máquina represora, y él tenía que romper eso para salir. Los 70 eran un momento excelente para eso, unos años después del 68, y él estaba en plena erupción con los cambios que se estaban llevando a cabo”.
Un día, luego del último trabajo que el joven de ascendencia puertorriqueña entregó para su clase, Alatorre le invitó a cenar. “Y ahí empezó”, rememora Ventura. Entre plática y plática, sobre literatura, su matrimonio en ruinas, sus hijos, sexo, música y tantas cosas más. “Esa apertura de él fue sumamente seductora”.
Con la frescura y el sentido del humor que caracterizaban la personalidad del filólogo, futuro Premio Nacional de Ciencias y Artes (1998), aquellas tres décadas de diferencia entre ambos poco importaron en ese momento, cuando las letras terminaron por sellar el vínculo.
“Todo el tiempo él estaba hablando de su novela que iba a escribir, La migraña; que fue muy chistoso, porque la escribe, y después la mete en un cajón durante décadas. Y antes de morir le dije: ‘No se te ocurra tirarla’. No lo hizo, y le dije a sus hijos: ‘Publíquenla, por favor'”, cuenta sobre el breve volumen homoerótico y de carácter autobiográfico, lanzado en el Fondo de Cultura Económica en 2012, dos años después de su deceso.
“Él hablaba nada más de escribir; quería escribir ‘sus chingaderas’, como él decía”, reitera Ventura. “También tenía diarios que desafortunadamente se perdieron; me gustaría que se hubieran conservado. Ahí sí le entró cierto pudor, creo que eran sumamente íntimos; pero es algo que no hay en nuestra literatura, no hay memorias muy grandes de escritores gay“.
Harto del mundo académico y de las limitaciones que conlleva, Alatorre dejaría Princeton -donde lo suyo con Ventura fue todo un escándalo, según dijo al artista un amigo tiempo después-. Y, en 1975, mientras su joven pareja estaba de visita en el País, consumaría su divorcio con Frenk.
Luego de volver a México para pasar las fiestas de fin de año en 1976, Ventura ya no se separaría del filólogo. Al evocar lo que vino entonces para ambos, el creador plástico expresa, enfático: “No fue fácil”.
“Yo estaba muy joven como para enfrentar una situación así; no estábamos nada preparados en ese momento. Pero lo hicimos. Admiro este espíritu, no sé, de aventura por un lado y de entrega. Pensar: ‘Bueno, se hace’, sin importar las consecuencias. Pero después había consecuencias, y no eran fáciles”, refiere, guardando con discreción los detalles.
“Obviamente, habrá habido una condena de que Antonio hubiera dejado a Margit en ese momento por un muchacho muy joven, de 18 años. Para el medio académico-social de ese entonces, muchos los consideraban una pareja perfecta”, prosigue. “Mi réplica a eso es: No hay parejas perfectas; no las hay, de ninguna manera. Los cambios por los que estaba pasando Antonio ya rebasaban los límites de un matrimonio que necesitaba cortar”.
Para finales de los 70, el filólogo escribiría por comisión una de sus obras clave: Los 1001 años de la lengua española, título de divulgación que le granjeó reconocimiento inmediato, e incluso un par de años después, en 1981, ingresó a El Colegio Nacional.
Con ello parecía quedar detrás aquella decepción que Alatorre había confiado a Ventura en Princeton, respecto a las grandes expectativas que sentía que pesaban sobre él -paisano, compañero generacional y amigo de emblemas de la literatura como Juan José Arreola y Juan Rulfo– para escribir “la gran obra”.
“Ahí empieza, yo creo, una vida muy rica, muy fructífera de investigación, de artículos, libros. Entre la transición en su vida personal y haber escrito esto, como que todo se juntó. Y fue muy importante”, destaca su viudo.
Una casa con muchos fantasmas
Más allá de los ánimos literarios, Miguel Ventura estima que Antonio Alatorre escribió Los 1001 años de la lengua española por un motivo muy práctico: conseguir dinero para comprarle a Margit Frenk la mitad de la casa que habían construido en Espigones 13, en Las Águilas.
“Para Antonio era muy importante la casa porque él había vivido ahí ‘toda su vida’, y ni con grúa lo iba a sacar de ahí. Para él era como un eslabón entre su vida pasada y la nueva”, considera Ventura, quien al llegar a vivir ahí con el filólogo se dedicó a restaurarla y embellecerla. “Arreglar una casa es arreglar las heridas”.
Así, el espacio donde crecieran los tres hijos de Frenk y Alatorre se convirtió en el hogar del filólogo y el artista plástico; el espacio del que partían de viaje para conocer templos y conventos por el País; a donde regresaban para continuar cada quien con su arte.
Ahí, directa o indirectamente, la presencia de Alatorre y sus conocimientos terminarían por influenciar el quehacer artístico de Ventura. En ocasiones con colaboraciones muy puntuales, como cuando el artista encargó a su pareja escribir textos pornográficos que incluyó en unos dibujos para su primera exposición en México, realizada en el Museo de Arte Moderno (MAM), en 1979.
“Y me hablan un día del MAM: ‘Es que tiene que venir, hay que quitar 14 cuadros o quitamos todo'”, comparte sobre la censura de su obra en dicho recinto, donde, por cierto, trabajaba la exsuegra de Alatorre, Mariana Frenk.
“Esa fue una participación muy directa de Antonio como escritor en mi obra, una colaboración. Y mira cómo terminó”, dice Ventura, antes de soltar una carcajada, en la sala de su casa en Tlalpan, rodeado de los Cristos, Vírgenes, arcángeles, santos y mártires de todo tipo presentes en las piezas de arte sacro que tapizan cada rincón.
Copiosa colección que inició después de la muerte de Alatorre, quien “era muy alérgico a adquirir cosas”, además de bastante ateo. “Así como le podía decir a cualquiera que era ateo, le costaba decirle a la gente que era gay“, indica el artista.
“Pero sí, ateo, y eso que venía de una familia muy religiosa. Dos hermanas monjas, dos tías monjas”, agrega. El propio Alatorre fue llevado, a sus 12 años, al seminario religioso en Tlalpan durante el Cardenismo; serían años muy formativos, pues ahí aprendería griego, latín y hasta a tocar el piano.
Lo cual hacía constantemente en casa. La misma que Ventura se apresuró a dejar a la muerte de su compañero en 2010, pues ya estaba a nombre de los tres hijos del filólogo.
“Cuando muere Antonio, lo primero que pensé fue: ‘Yo me tengo que salir de aquí’. Son demasiados fantasmas. Aunque yo la arreglé, nunca la sentí mía”.
Apenas tres meses antes de su partida, Ventura y Alatorre -quien ya vivía con oxígeno las 24 horas del día debido a un agravado enfisema- se casaron, habiéndose legalizado al fin la unión gay. Acto que, más allá de lo simbólico, otorgaba reconocimiento legal al artista en la vida de su compañero.
Al morir, las instrucciones del filólogo, cuya trayectoria estuvo ligada a las instituciones y figuras más importantes de México y fuera de él, fueron claras: que no se le rindieran velorio, ritos, ceremonias, homenajes, “ni ningún otro exorcismo”.
Ventura, entonces, tiró al viento la gran mayoría de sus cenizas en el Paso de Cortés, un valle entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. También entregó una parte a sus hijos, y otra más la dejó en el jardín de la casa de Las Águilas, testigo de su transformación y morada última donde prevalece, ardiente, la llama de su libertad.