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domingo 2 de marzo de 2025

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Por José Buendía Hegewisch

México en llamas y otros relatos

La crisis de seguridad no puede reducirse a crear discursos e imágenes alternativas para imponer un relato sobre la violencia. El país está bajo el fuego del crimen como todo el mundo pudo observar en el horror de ataques de los últimos días en el Occidente, Bajío y la frontera. La manipulación de los hechos, además, agrava la violencia porque destruye la realidad que se trata de negar y la posibilidad de acuerdos básicos para detener la estela de sangre y fuego en el territorio.

Lo más inquietante de esta ola de violencia no es sólo que se activara como un dispositivo sincronizado para explotar en cinco estados. Lo más preocupante es que el gobierno y las fuerzas políticas, en vez de ocuparse de los hechos que todo el mundo conoce, se dediquen a tratar de reorganizar imágenes y hacerlas creíbles para que sus narrativas encajen en la realidad. Unos para deslizar la versión de una maniobra maquiavélica que justifique la militarización, otros para acusar caos y descontrol. Pero ni siquiera hay consenso en cómo llamarla, si terrorismo, guerra interna o macrorredes del crimen.

El gobierno de López Obrador ha tratado de presentar los bloqueos y masacres en Jalisco, Guanajuato, Michoacán, Chihuahua y Baja California como una campaña de propaganda del narco y de explicar la violencia como prueba de resultados de su estrategia de seguridad. De ser así contaríamos con tres sexenios de éxito en la medida de la multiplicación de la violencia. Pero la construcción de realidades alternas no borra los bloqueos en ciudades y carretas, las imágenes de incendios de transportes y comercios o ataques a civiles en Chihuahua. No hacen desaparecer el cierre de comercios, escuelas y empresas en la frontera ante el terror de ver ciudades sin más autoridad que el crimen.

En el mejor de los casos, pareciera como si la autoridad confiara en que su relato sobre la violencia pudiera producir hechos que hablaran de la recuperación de la seguridad y la pacificación, por la acción de los creyentes. Es decir, si lograran convencer a la ciudadanía afectada de que el país y la estrategia anticrimen “van bien” y hay resultados. Como en el trabajo de publicistas en campañas electorales, el relato oficial de la violencia minimiza los hechos como “exageraciones” de los conservadores o amarillismo de la prensa, sin explicar la capacidad del crimen para controlar municipios y ciudades sumidos en caos durante cuatro días.

La gravedad de esto no es el simple embuste deliberado, sino estar ante la tentativa de generar una creencia diferente de lo real para alimentar odios o simpatías y hacer sentir mejor a una sociedad que percibe rota y perdida la seguridad pública. La consecuencia más funesta de ello es que negar los hechos destruye, como otra forma de violencia, la posibilidad de discutir los hechos y alcanzar acuerdos imprescindibles para detenerla. El mayor problema es que no hay consensos sobre la estrategia de seguridad entre el gobierno y los partidos, ni entre autoridades, académicos, organizaciones civiles, niveles de gobierno, ni entre la ciudadanía o empresarios, que en público rechazan la militarización y en privado la aceptan como la única alternativa sin discutir la opción deseable. Es el discurso oficial con la iniciativa de entregar la GN a la Sedena y mantener al Ejército en las calles una vez que venza el plazo para regresar a los cuarteles en 2024 como marca la ley.

La visión de los hechos con el lente de una “verdad” que no puede cambiarse como la de la militarización tiene como rehén la discusión sobre seguridad pública e impide acuerdos entre los partidos, sin lo cual es imposible avanzar en consensos de políticas públicas o reformas legales más allá de la “moratoria” legislativa de la oposición. Y sin éstos, el combate a la criminalidad es difícil de lograr, y peor aún, deja ese espacio vacío a que cada quien intente imponer su relato. Aunque esas narrativas cada vez dejan mayores grietas, brechas y fisuras, como la discusión que los últimos hechos han abierto sobre si la ola de violencia puede llamarse terrorismo o la acción de megarredes criminales. No hay consensos ni siquiera en la forma de designar lo que estamos viviendo, aunque todos lo sientan y padezcan. Exageración, conservadores, amarillismo.

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