Por Fernando de las Fuentes
Calladitos
A veces el silencio es la peor mentira
Miguel de Unamuno
Cuando callamos algo que debe ser expuesto, aclarado, dialogado o desahogado, sus efectos nocivos se magnifican. El silencio es en realidad un altavoz: sin darnos cuenta, vamos por la vida actuando todo lo que no decimos. Y me refiero, especialmente, a aquello a lo que le damos calidad de secreto.
A nivel personal, lo que “juramos llevarnos a la tumba” nos va carcomiendo por dentro, y mientras más tratamos de enterrarlo más pugna por salir y nos atormenta. Esto puede afectar seriamente nuestras vidas en muchos sentidos.
Cuando callamos junto con otros, las cosas se complican. Se establece una complicidad para el silencio, que distorsiona las relaciones y la personalidad.
El primer colectivo en el que se presentan los silencios tácitamente pactados es por supuesto la familia, cuyos miembros parten del supuesto de que hablar de ciertos temas podría tener consecuencias desastrosas.
Toda familia tiene temas de los cuales no se habla, hechos y circunstancias que permanecen intocados por la palabra. Por ejemplo, la sexualidad es uno de los tópicos más silenciados, tanto en su fase normal y cotidiana, como en la distorsionada, es decir, infidelidades, prostitución y abusos, entre otras situaciones.
Hay muchos otros temas, por supuesto, como muertes trágicas, suicidios y crímenes, en el extremo de los hechos más dolorosos, o circunstancias comunes como discapacidades y una orientación sexual distinta.
Es necesario distinguir entre la dificultad que existe de hablar sobre algo y el pacto de silencio, porque la primera solo radica en la incomodidad o el dolor, y el segundo en la vergüenza y la culpa, las sensaciones más dañinas para la psique.
En la familia, como a nivel personal, la lógica es que aquello de lo que no se habla no existe, pero el efecto del silencio conjunto es el mismo: lo que se calla se magnifica, y todos los miembros sufren, de una u otra manera, las consecuencias.
De las dinámicas familiares que ocasionan problemas, los pactos de silencio son los más peligrosos, porque lo que no se reconoce no tiene posibilidad de ser aceptado ni, por tanto, cambiado. Permanece soterrado marcando los destinos de generaciones enteras. Con el paso del tiempo la verdad se va desdibujando, pero el peso del secreto sobre “algo terrible” oprime el alma colectiva de la familia y la de cada una de sus miembros.
Una de las consecuencias es que se instalan en la psique de cada uno creencias provenientes de la vergüenza y la culpa de lo acontecido, aunque ya ni el recuerdo quede. Así un miembro de la familia puede sentirse impelido a repetir el destino trágico de un abuelo, para expiar el “pecado” o corregir el error. Se hace responsable, sin saberlo, de “sanear” al clan. Aquí vemos la dinámica familiar del silencio interactuando con la de lealtad invisible.
Otro miembro, en cambio, puede querer liberarse a toda costa del peso de los silencios: el disruptor, la oveja negra, que hará exactamente lo que sabe condenará el clan.
Los silencios se pueden volver también fobias o enfermedades, autolimitaciones o autocondenas.
Con frecuencia las cosas que se callan son el origen de las heridas de la infancia: traición, injusticia, humillación, rechazo, abandono, entre otras. Eso hace muy difícil su sanación cuando el adulto debe dejar atrás al niño herido, porque los hechos han sido proscritos de la memoria familiar.
Así pues, si bien lo ocurrido puede incluso ser olvidado, su fuerza sigue viva, como una nube negra sobre la familia, presta a convertirse en tormenta en cualquier momento.
En la historia de la humanidad, las narraciones épicas, las leyendas, los cuentos, los relatos, son fuente no solo de aprendizaje, sino de comprensión de nuestra naturaleza y de sanación del alma colectiva.
En la familia, los relatos del clan tienen la misma función: nuestras historias no solo deben ser habladas, sino narradas en una épica que nos sane.