Por Víctor Beltri
Ni perdón ni olvido a los asesinos de la democracia
Feliz cumpleaños, Silvana.
La aprobación presidencial no garantiza la continuidad, y el Presidente lo sabe. El proyecto presidencial se derrumba: en este sentido, el pronunciamiento de la CNDH —que apoya la reforma electoral, como si con eso se defendieran los derechos humanos— no es sino una muestra de la magnitud de la batalla que el Presidente está dispuesto a presentar con tal de garantizar su legado. La batalla que, en un bando u otro, todos estamos librando.
La desaparición del INE es la gran batalla del Presidente, toda vez que sabe que —en las condiciones democráticas actuales— la probabilidad de que sus candidatos pierdan los comicios del 2024 es muy elevada; también sabe que, de lograrlo, la elección sería un mero trámite. Sabe también, porque así lo diseñó desde un principio, que las corcholatas dependen por completo de él, y que sin su presencia no tendrían posibilidad alguna: la desaparición del INE es, a final de cuentas, el último esfuerzo de un hombre desahuciado que trata de asegurar la continuidad de su proyecto.
Del lado de la oposición, sin embargo, la batalla no consiste en convencer a otros ciudadanos sobre la función del INE, su relevancia histórica o incluso sobre los puntos negativos de la propuesta presidencial. La batalla, en realidad, se centra tan sólo en unos cuantos legisladores que podrían convertirse en los verdaderos asesinos de la democracia mexicana por sus propios intereses, a quienes no es necesario convencer sobre los efectos perjudiciales de la reforma electoral para el país, sino sobre las consecuencias que podría representar para su propia salud mental, intereses, negocios y relaciones familiares, en el futuro muy cercano.
No es hacia los partidos, sino hacia los legisladores. Y en realidad no es hacia los legisladores, como figura de autoridad temporal, sino a las personas que en estos momentos ocupan tales cargos, pero que en unos cuantos años estarán separados del poder, aunque tendrán que seguir enfrentando responsabilidades por las decisiones que están a punto de tomar. Entonces el Presidente los habrá olvidado —como a tantos otros— o habrá sucumbido ante la enfermedad que ya lo disminuye: la sociedad civil a la que traicionaron, la ciudadanía a la que están por arrebatarle la democracia por la que tanto hemos luchado, jamás lo hará.
Jamás. La defensa del INE es fundamental para la preservación de una democracia a la que no estamos dispuestos a renunciar, y la sociedad civil no se quedará, en absoluto, con los brazos cruzados. El tigre también despierta del otro lado de la cama, y la repercusión podría ser, para todos y cada uno de los legisladores que voten a favor de la reforma electoral, muchísimo más grave que la que esperan evitar transigiendo con el tirano. La ciudadanía está despierta, y se reconoce agraviada: en sus manos estará que quienes le traicionen, y sus familias, puedan volver a dormir tranquilos.
El Presidente mismo nos enseñó, con su plantón de Reforma, que no es necesario tener una gran cantidad de seguidores, sabiendo cómo oprimir los puntos neurálgicos del gobierno hasta estrangularlo: es el momento de que la oposición pierda la inocencia, y se atreva a luchar en el mismo campo que el presidente ha mostrado. El plantón es tan sólo un ejemplo, aunque también sea el más característico: cuando el Presidente quiso protestar, no dudo en estrangular la ciudad entera; cuando tuvo que reforzar un ego enclenque, cerró el primer cuadro de la ciudad y se proclamó presidente legítimo; quemó pozos petroleros, convocó a los más radicales y les hizo la vida imposible a sus adversarios.
El Presidente sabe cómo ejercer presión cuando lo necesita, y la oposición no puede conformarse con ser políticamente correcta: sin caer en la comisión de un delito, hay muchas maneras en que una ciudadanía comprometida podría doblar a unos cuantos legisladores sin futuro. Todo es cuestión de ayudarles a definir qué les causa más miedo: si un presidente enfermo, en el ocaso de su poder, o una sociedad civil organizada —e iracunda— que jamás, jamás, habrá de perdonarles…