Por Yuriria Sierra
Sin pudor
Dilma Rousseff, sucesora de Lula, fue destituida por el Senado brasileño tras acusaciones de corrupción.
Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador tienen algo en común, quieran o no los antes mencionados; según números recordados este martes por el diario Reforma, cada uno llegó al inicio de su quinto año de gobierno con una popularidad promedio de 59 por ciento. Es decir, para ese momento de su sexenio, seis de cada diez mexicanos veían con buenos ojos el trabajo realizado. Falta uno, Enrique Peña Nieto. Él rompió ese patrón, para el inicio de su penúltimo año de gobierno, el caso de los normalistas de Ayotzinapa y el escándalo de la Casa Blanca, por decir algo, ya habían mermado su aceptación. Cada vez se dejaban ver más claras las dudas sobre la operación política del “nuevo PRI”, esa narrativa generada para asegurar su regreso a Los Pinos. En ese entonces, EPN tenía un increíble 73%…, pero de desaprobación, según los números de la encuesta hecha en su momento.
Tras la divulgación del Caso Odebrecht, la Estafa Maestra y el expediente de Javier Duarte, por mencionar sólo tres ejemplos, la corrupción se convirtió en el terrible fantasma del último mandato presidencial emanado del Partido Revolucionario Institucional. Y pese a las promesas de justicia y las acusaciones hechas durante la campaña de 2018, la administración de López Obrador no ha logrado generar sentencia alguna en estos dos casos. Sólo los convirtió en arma política. México, junto a Venezuela, no ha sido capaz de cerrar investigaciones y expedientes por el caso Odebrecht, esa red de corrupción internacional que involucró a funcionarios de al menos doce países del mundo. No hay una sola condena. Emilio Lozoya ingresó a prisión tras ser visto compartiendo la cena en un exclusivo restaurante de la CDMX, pero no ha sucedido nada más con su caso. Seguro regresará al reflector cuando la 4T necesite cambiar la narrativa a una cercana a la “cero impunidad”, aunque sólo sea efecto discursivo.
Somos el país donde nada pasa, ni siquiera por pudor. El presidente electo de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, tenía dos investigaciones en curso, una de ellas relacionada al caso Odebrecht, estando ya en prisión por otras dos causas. Tras la anulación de sus condenas, los expedientes tuvieron que iniciar de cero. Y, aunque esto le reintegró sus derechos políticos, con los que pudo convertirse en candidato en una elección que ganó hace unas semanas, queda para la historia de Brasil el ser el primer expresidente en ser encarcelado por corrupción. Estuvo preso 580 días. Dilma Rousseff, sucesora de Lula, fue destituida por el Senado brasileño tras acusaciones de corrupción. No llegó a la cárcel, pero no terminó su mandato.
Y ayer, la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández, fue hallada culpable de cargos… sí, también relacionados a corrupción. Su condena son seis años en prisión, pero goza de inmunidad, no pisará la cárcel; la sanción también implica inhabilitación perpetua, pero esto sólo será concretado hasta que el caso esté libre de apelaciones. Incluso aún puede contender por algún cargo en próximas elecciones, algo que, tras conocer el fallo, advirtió que no hará.
Brasil y Argentina son dos ejemplos en donde las acusaciones contra exmandatarios y personajes públicos en funciones llegan, sino a término, por lo menos mucho más lejos a donde quedan los casos mexicanos. Son investigaciones que avanzan como reacción, sí, por pudor, sí…, pero que no se quedan sólo en elementos discursivos como ocurre siempre en México.
