Por Yuriria Sierra
Bolsonaro, Castillo et al.
Los “malos” que les roban a los “buenos” y esto como justificación para golpear las instituciones y hasta para suplicar un intento de golpe de Estado.No son casos únicos: tan sólo este fin de semana, 12 personas murieron por las protestas en Perú.
Imágenes vistas con anterioridad. Dos años y dos días antes, una turba similar entró al Capitolio en Washington, D.C., la escena se volvió nota mundial de inmediato. Estados Unidos vivía algo sin precedente: un mandatario saliente que no aceptó el resultado que le negó la reelección alimentó el enojó de sus seguidores y, desde la comodidad de una oficina, los vio irrumpir en la sesión del Congreso donde se validaría el triunfo de Joe Biden. Donald Trump sigue pagando esos platos, puertas, ventanas y escritorios rotos. Una de las democracias más robustas del mundo mostrando su lado más vulnerable porque su aún líder utilizó el discurso maniqueo para lacerar las instituciones que años atrás reconocieron su triunfo.
Ahora ocurrió en Brasil. A una semana del inicio de la administración de Luiz Inácio Lula da Silva fueron los bolsonaristas quienes enardecieron el ánimo. Las coincidencias con lo sucedido en territorio estadunidense 24 meses atrás raya en lo absurdo. Una mala sátira de una movilización que entonces no funcionó y que ahora, en tierras sudamericanas, obtuvo el mismo resultado. Las sedes del Tribunal, del Congreso y de la Presidencia infestadas de seguidores del expresidente que, como Trump, se negó a entregar la banda presidencial a Lula y viajó a Florida un par de días antes, como otra muestra del alcance del discurso populista más elemental. Los “malos” que les roban a los “buenos” y esto como justificación para golpear las instituciones y hasta para suplicar un intento de golpe de Estado.
No son casos únicos: tan sólo este fin de semana, 12 personas murieron por las protestas en Perú, que llevan al menos un mes. Ya son 32 en total desde las protestas que se originaron tras la destitución de Pedro Castillo, el expresidente acusado de corrupción y que quiso disolver el Congreso, en una suerte de autogolpe de Estado, con la finalidad de no someterse a la justicia. Hoy, preso, con su familia asilada en nuestro país, insiste en la narrativa contra la “oligarquía” que, más que su enemiga, adversaria del mismo pueblo peruano y bajo esta idea, las movilizaciones no cesan pidiendo la renuncia de la hoy presidenta, Dina Boluarte.
A Donald Trump no le gustó perder la reelección, llamó a desconocer los resultados. Jair Bolsonaro hizo efecto espejo. Pedro Castillo no quería estar bajo el alcance institucional y quiso disolver el Legislativo… Y, en Argentina, Alberto Fernández llama también a la remoción de los ministros de la Corte Suprema de Justicia que, afirma, actúan en favor de sus opositores.
Líderes populistas incapaces de cohabitar con instituciones y el disenso. Que navegan cómodos cuando no hay resistencias, cuando nada los obliga al diálogo. Cuando sólo se aseguran aplausos y para eso tienen rutas precisas: “No hay nada que compense o que se equipare con la satisfacción que produce, la dicha que produce ayudar a la gente humilde, a la gente pobre, ni todo el oro del mundo vale eso (…) No es un asunto personal, es un asunto de estrategia política…”, como se escuchó hace unos días en Palacio Nacional. Y cuando esto no alcanza, siempre estará la tentación de colapsar el Estado que se gobierna llenándolo de narrativas polarizadoras: el mal siempre estará en el lado contrario en la batalla de los “buenos”, de los populistas…