Desde mediados del siglo XIX los físicos estaban entre fascinados e intrigados por las descargas eléctricas que se producían en los tubos fluorescentes. Tuvimos que esperar a los últimos años de aquel siglo para entender lo que eran.
¿Quién no ha visto alguna vez un tubo fluorescente? Las famosas luces de neón no son otra cosa que un tubo relleno con un gas a baja presión al que se la aplica una corriente eléctrica. En condiciones normales un gas es un mal conductor de la electricidad. Sin embargo, si se reduce lo suficiente la presión del gas y se aplica un voltaje, el gas se vuelve conductor y se observa unas descargas eléctricas en forma de rayos de luz brillante que recibieron el nombre de rayos catódicos. En el caso de los fluorescentes, la pared del tubo está recubierta por una sustancia que hace que el tubo brille y nos sirva para iluminar la habitación. Pero lo que poca gente sabe es que este mismo tubo, sin la sustancia fluorescente, era uno de los misterios que traían de cabeza a los físicos de los últimos años del siglo XIX.
La fascinación del fluorescente
A mediados de aquel siglo los científicos estaban entusiasmados con las descargas eléctricas que se producían en el tubo de rayos catódicos, un tubo de vidrio cerrado de unos 90 cm de largo donde en cada uno de sus extremos se habían soldado unos electrodos metálicos conectados a una corriente de alto voltaje. En condiciones normales el aire es mal conductor de la electricidad, pero si se reduce la presión lo suficiente extrayendo un volumen significativo de aire y se aplica un voltaje eléctrico, se vuelve conductor. Lo que se observa es una descarga eléctrica, un rayo de luz brillante que viaja desde el ánodo, el terminal negativo, hasta el cátodo, el terminal positivo. Si se extrae más aire, bajando la presión a una milésima parte de la normal, los rayos desaparecen y una luminosidad mortecina llena el tubo. En la década de los 1870 el excelente físico experimental William Crookes estudió este tubo de descargas y lo perfeccionó, creando lo que empezó a conocerse como el Tubo de Crookes. Como curiosidad mencionar que Crookes, esforzado defensor del espiritismo, trabajó duramente para demostrar a sus colegas que con la investigación pura podía, no sólo mantener a su familia, sino también obtener recompensas económicas. Esto hizo de él uno de los pocos científicos que vivió al margen de las exigencias del mundo universitario.
La única complicación tecnológica consistía en extraer el aire del tubo. Una vez hecho y sellado el tubo, se aplicaba la corriente eléctrica y ¡voilá! una fantasmagórica luminosidad inundaba la habitación. El fenómeno era tan fascinante e inexplicable que dejaba con la boca abierta a expertos y legos, y en la Inglaterra decimonónica se convirtió en un experimento clásico de aquellos científicos que se ganaban la vida recorriendo las ciudades dando conferencias populares.
El misterio de la materia radiante
Entre las propiedades que Crookes descubrió, y que traían de cabeza a los físicos de la época, estaban que esos rayos viajaban en línea recta, producían fluorescencia y al chocar contra el extremo del tubo lo calentaban. Para Crookes nos encontrábamos ante un cuarto estado de la materia que bautizó con el nombre de materia radiante; los rayos eran un flujo de partículas de tamaño parecido al de las moléculas. Pero las incógnitas no terminaban aquí: se sabía que acercando un imán podían dirigir el rayo luminoso a voluntad –luego tenía que ser materia eléctricamente cargada- y también que, aun colocando una delgadísima plaquita de metal en su camino, no se impedía que llegara al otro extremo. ¿De qué se trataba?
Muchos científicos eminentes de Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos dedicaron gran parte de su tiempo a desvelar el enigma. Uno de ellos fue Emil Weichert, un físico prusiano. En una serie de ingeniosos experimentos fue capaz de medir la relación carga-masa de esa misteriosa partícula y, en un momento de brillantez, se dio cuenta que si hacía una predicción inteligente sobre el valor de la carga podía deducir cuál era su masa: “No estamos tratando con los átomos conocidos por la química porque la masa de esas partículas es entre 2000 y 4000 veces inferior al átomo más ligero conocido, el átomo de hidrógeno”. Había algo nuevo flotando en el tubo de descarga.
La solución, el electrón
Al final la solución llegó de la mano de Joseph John Thomson, un físico teórico que con sólo 28 años había sido elegido director del prestigioso Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Su elección había muy discutida pues tenía muy poca experiencia en física experimental y por todos era conocida su escasa habilidad en el laboratorio: tenía tal fama que decían que sólo con entrar en un laboratorio los instrumentos se estropeaban. El 30 de abril de 1897 durante el clásico Encuentro de los Viernes de la Royal Institution, Thomson anunció que, tras ocho años de trabajo, había logrado desentrañar el misterio. Se trataba de un flujo de partículas, que llamó «corpúsculos», con carga negativa: “En los rayos catódicos tenemos materia en un nuevo estado, un estado en el cual se lleva la subdivisión de la materia mucho más lejos que en el estado gaseoso habitual; un estado en el que toda la materia es de un mismo tipo; materia que es la sustancia con la cual están hechos todos los componentes químicos”.
A la nueva partícula se la bautizó con el nombre de ‘electrón’, palabra acuñada en 1874 por el físico irlandés George Johnstone Stoney (que identificó correctamente la «nieve» que se veía en los polos de Marte como dióxido de carbono congelado en lugar de agua, al contrario de lo que opinaban numerosos astrónomos pues, según sus cálculos, la gravedad marciana era insuficiente para retener agua en la atmósfera) para definir la unidad fundamental de corriente eléctrica pues, según él, «la electricidad, como la materia, consiste en último término en partículas o átomos iguales e indivisibles». Ahora bien, ¿de dónde salía ese electrón?