Por José Elías Romero Apis
La reciente catástrofe sísmica de Turquía nos lleva a revivir el recuerdo propio, a sufrir el dolor ajeno y a compartir de la manera más sincera el sufrimiento que hoy es de los otros, pero que muchas veces ha sido de nosotros.
Muy en lo personal, estas tragedias me advierten que la vida es un milagro al que solemos menospreciar. El mundo gusta de convivir con la guerra irracional, con la destrucción ambiental, con el hambre preterintencional, con la matanza delincuencial y con el abandono social. Jugamos con la muerte en una ruleta rusa que se junta con nuestra genética bestial.
Porque hay algunos gobiernos nacionales que se abastecen de armas nucleares, que especulan con los alimentos o que solapan el crimen organizado. Los menos malos han sido los que medran con la seguridad social, los que matan con la obra pública corrupta o los que creen que la vida tiene precio, que tiene seguro o, por lo menos, que tiene indemnización.
Muchos se olvidan de que los terremotos han tirado dictaduras como en Centroamérica y de que las tragedias en el Metro han tirado candidatos, como en España.
Mi generación creció con la idea de que nuestros gobiernos eran muy buenos, que eran muy confiables y que eran muy eficientes. Pero esa creencia se nos derrumbó en un amanecer de septiembre de 1985, cuando los mexicanos nos dimos cuenta de que el gobierno mexicano no podía prever ni ayudar ni rescatar ni aliviar ni reconstruir ni financiar ni reglamentar ni nada.
Que, ante la tragedia, no pudo ni siquiera consolar. Tan fue así que el mejor discurso sobre nuestro terremoto del 85 no lo pronunció un mexicano, sino un extranjero y en el extranjero. Hoy, se le considera como el mejor discurso de Ronald Reagan y, para algunos, el mejor que se ha escuchado en la ONU.
La historia lo conoce con el título de El milagro de la vida y no se refiere a los mexicanos que se murieron, sino a los que lograron salvarse. No a la muerte para ser llorada, sino a la vida para ser cuidada. Que la muerte es la lógica de la naturaleza, pero que la vida es el resultado de un milagro.
En esos tiempos, Estados Unidos y la entonces Unión Soviética se encontraban enfrascados en un siniestro y nuclear juego de vencidas que, creo recordar, lo llamaban “guerra de las galaxias”. El que se asustara, perdía el juego.
Ante nuestra tragedia nos visitó Nancy Reagan. Le tocó atestiguar el rescate con vida de los recién nacidos, después de varios días de estar enterrados junto a sus madres, médicos y enfermeras muertos.
El milagro la conmovió y la conmocionó. Se dice que esa misma noche, ya en su regreso tardío, lo compartió con su esposo y ambos tuvieron una epifanía sobre la vida como milagro. Ése fue el tema de su famoso discurso.
Las consecuencias del 85 también tuvieron efectos para nosotros. Allí surgió la llamada sociedad civil, a la que tan sólo conocíamos en los textos de teoría política, pero que ese día la vimos salir a la calle y ayudar y atender y trabajar y salvar. Con ello, aprendimos que nosotros somos mejores que nuestros gobiernos y que no los necesitamos para todo.
Así pues, con la tragedia de esos días nos convencimos de nuestra orfandad social. Que la mexicana es una sociedad huérfana que no tiene quien la defienda, quien la procure, quien la cuide, quien la apoye y ni siquiera quien la consuele.
No nos han decepcionado los partidos políticos porque siempre supimos que nunca han servido para nada bueno ni para nada malo. Que, a los partidos, los mexicanos no les debemos nada ni les pedimos nada. Con ellos, en realidad, nunca logramos tener un padre que nos cuide y ni siquiera un padrino que nos defienda, sino que tan sólo cambiamos de padrastro que nos maltrata o de padrote que nos explota.
La alternancia gubernamental se ha encargado de convencernos de que ninguno es mejor ni peor que los otros. Que, desde hace muchos sexenios, ninguno ha podido ganar contra la delincuencia, contra la pobreza ni contra la corrupción.
¡Vamos!, que ninguno ha valorado la vida como un milagro.