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martes 4 de marzo de 2025

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Bitácora del director

Bitácora del director

Pascal Beltrán del Río

Presidente sustituto

Hace más de 90 años que México no ha tenido un Ejecutivo que no haya obtenido el cargo en las urnas. La última vez que sucedió eso fue en septiembre de 1932, cuando Pascual Ortiz Rubio renunció a la Presidencia y fue sustituido por Abelardo L. Rodríguez, designado por el Congreso de la Unión.

Eso convierte a México en una excepción entre los países del continente con sistema presidencialista, pues, en ese mismo lapso, varios han vivido situaciones en las que —por muerte, renuncia o destitución de su mandatario en turno— han tenido la experiencia de un interinato en el Ejecutivo.

El caso extremo de esa excepcionalidad es Perú, que ha tenido seis presidentes en los últimos seis años, pero también la han experimentado otras naciones latinoamericanas como Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador. En el caso de México, los interinatos no son recordados, en general, como periodos venturosos. Baste decir que México sólo pudo mantener ocasionalmente la estabilidad en el mando durante sus primeros 50 años de vida republicana, periodo durante el cual se sucedieron mandatarios que arribaron al poder sin elección de por medio, producto de vacancias, asonadas o guerras civiles.

No había cumplido un quinquenio de existir esta República cuando una disputa entre dos facciones masónicas produjo un rosario de interinatos. Años más tarde, el santanismo dio lugar al uso abusivo de la vicepresidencia. Después de la invasión estadunidense, el cargo quedó tan desprestigiado que hubo que convencer a más de uno para que lo ocupara y, luego, a falta de valientes, traer del exilio al innombrable Santa Anna para que se hiciera cargo de él. La Guerra de Reforma generó una Presidencia paralela, cosa que se resolvió con la derrota de las fuerzas de intervención que sostenían al emperador Maximiliano. La muerte de Juárez trajo un nuevo interinato y la revuelta de Díaz en su contra inauguró una larga dictadura, que sucumbiría en 1911.

La Revolución Mexicana puso a Madero en la Presidencia, pero el golpe de Estado de Huerta volvió a romper con la institucionalidad. La Constitución de 1917 quiso recuperarla mediante la no reelección, pero eso no redujo la lucha violenta entre bandos políticos. El presidente Carranza y el presidente electo Obregón fueron asesinados —reemplazados ambos por mandatarios interinos— y Calles puso un yugo a sus sucesores hasta que Cárdenas envió al exilio al Jefe Máximo.

Allí comenzó una etapa en la que los mexicanos han elegido a sus presidentes, en procesos cuestionables desde el punto de vista democrático, es verdad —hasta que eso cambió en el año 2000—, pero en el marco de un sistema que ha tenido dos virtudes: la primera, que esos mandatarios han durado en el poder el tiempo que marca estrictamente la Constitución, y, la segunda, el aplacamiento de las ansias de ejercer el poder, de forma directa o indirecta, por un lapso mayor. Ese arreglo ha permitido que México viva el periodo más largo de estabilidad política de su historia.

Como los creadores del modelo no consideraron siquiera la posibilidad de que el mandatario en turno fuera sustituido, la Constitución careció durante largos años de reglas precisas sobre qué hacer en caso de que faltara o renunciara el Ejecutivo, cosa que se enmendó apenas en 2014. Hoy existen instrucciones exactas sobre qué hacer en una situación así: asume el poder provisionalmente el secretario de Gobernación —por un lapso no mayor a 60 días— y, dependiendo del momento en que se dé la ausencia, el Congreso nombra a un presidente interino, que convoque a elecciones extraordinarias, o uno sustituto, que termine el periodo de encargo.

Pese a que es bienvenida dicha clarificación, la falta del Presidente no es un escenario deseable —ni siquiera, digo yo, mediante la revocación de mandato, figura creada durante este gobierno— por las luchas internas que se crearían en torno de la sustitución. Que el Presidente dure en el cargo lo que legalmente debe durar, ni un minuto menos, ése es el escenario ideal. Y que como expresidente no quiera controlar lo que venga después de su tiempo en el poder, para que sea la ciudadanía la que libremente elija a quien ha de sucederlo y que, luego, él o ella gobierne el país como crea que lo debe hacer y no como diga su predecesor.

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