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miércoles 15 de enero de 2025

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Opinión

Opinión

Por Fernando de las Fuentes

Calmémonos

No hay estrés que no puedas calmar

Lauren Weisberger

Necesitamos calmarnos, créame usted, tanto quienes padecen serios problemas económicos por la pandemia, como quienes, aún sin ellos, esperan angustiosamente que todo esto acabe.

Ante la incertidumbre, hay una sensación muy extendida de que “no hay futuro”. El miedo que esto produce deriva en una percepción de estancamiento, que nos arrebata la motivación y nos desalienta, nos vuelve apáticos, o bien nos frustra y nos llena de ira. 

Hay otros tantos que no se toman en serio el asunto, lo relegan o se niegan a ver la realidad. Sus motivos no serán objeto de análisis en esta ocasión. Pero sí hay que mencionar que la forma de inconciencia en que están sumidos es, por supuesto, una de las principales causas del aumento incontenible de los contagios.

Para quienes la vida está en “suspenso”, la situación ha prolongado el estrés y lo ha vuelto crónico, de manera que el trastorno de ansiedad, consecuencia natural, está alcanzando proporciones incalculables en la población, cuyas consecuencias veremos, personal y colectivamente, a lo largo de la próxima década.

A menos, claro, que aprendamos a lidiar con el estrés, porque como bien lo dijo el fisiólogo y médico austrohúngaro Hans Selye: “no es el estrés el que nos mata, es nuestra reacción al mismo”.

El estrés, esa operación química del cuerpo que nos pone en alerta ante un peligro, para que podamos defendernos, puede extenderse más allá del hecho traumático y distorsionar nuestras mentes, emociones y funciones corporales, hasta enfermarnos seriamente. De hecho, esto es lo común.

Pero el que el estrés perdure es total responsabilidad de la persona que lo padece. Ciertamente, existe dificultad en combatirlo dependiendo del grado de trauma sufrido. Por ejemplo: el estrés producto de una guerra es uno de los más difíciles de remediar, porque la situación de traumas consecutivos se prolonga en el tiempo, y resistirla mina la cordura o la fuerza, en cuyo caso se presenta otro síndrome, llamado fatiga del combate.

El estrés de guerra puede llevar a una persona a revivir los diversos episodios traumáticos una vez terminada la batalla, de manera que desarrolle no solo trastorno de ansiedad, sino psicosis, paranoia y depresión, entre otros padecimientos mentales, mientras la fatiga del combate inhibe el instinto de lucha y hasta el impulso de defensa, lo que se manifiesta en pasividad, obvia apatía, mutismo, parálisis de miembros, represión de emociones y su consecuente descontrol, expresado como ataques de histeria.

Puede considerarse que, para muchos, esta pandemia está siendo como una guerra, porque están literalmente “atrincherados”, tienen mínimo contacto con el exterior, han perdido su visión de futuro, están en condiciones de sobrevivencia, con miedo constante de contagiarse y con cautela extrema cuando salen, para no poner en riesgo su salud y hasta su vida.

Es por ello que cada vez estamos viendo más casos de gente que se comporta de acuerdo a cualquiera de los dos patrones descritos, ambos por supuesto debidos a un mal manejo del estrés y a la consecuente ansiedad en que están sumidos.

Así que para muchos no será fácil remontar los efectos mentales, emocionales ni físicos de esta crisis de salud pública, especialmente quienes sobrevivieron a la enfermedad y tendrán que enfrentarse a las secuelas de la misma.

Algunos de estos efectos son: cansancio persistente, incapacidad de concentración, explosiones de ira, insomnio, falta o exceso de hambre, uso aumentado de alcohol, tabaco o drogas, dolor de cabeza y espalda, afecciones estomacales, estados prolongados de desolación, angustia, depresión y ansiedad.

Convendría, de ser necesario, afrontar esta crisis como los veteranos afrontaron su estrés postraumático y su fatiga del combate, lo cual abordaremos la próxima semana.

hoy, quedémonos con la siguiente reflexión del ilustre psicólogo y filósofo estadounidense William James: “La mejor arma contra el estrés es nuestra habilidad para elegir un pensamiento sobre otro”; es decir, uno que nos tranquiliza, sobre uno que nos perturba.

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