José Elías Romero Apis
Muchos seres humanos han escogido a alguno de dos modelos para su conciencia. Algunos a Aristóteles, quien los ayuda a elevar su alma a través del encuentro con la verdad. Otros, a Mefistófeles, que los convence de vender su alma, con el viejo cuento de que ellos mismos se convertirán en la verdada.
Se empieza a polemizar sobre el sistema de designación de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El proceso tradicional es que el Senado los designa a propuesta del Presidente. El nuevo sería elegirlos por el voto de los ciudadanos. No es fácil defender alguna de las posturas porque, en buena lógica, ninguna es defendible.
Antes tendríamos que saber lo que queremos. Si lo que queremos son ministros que obedezcan la ley, se requiere un sistema distinto que para ministros que obedezcan al poder. Para seleccionar a los que venden su alma, los gobernantes ya saben muy bien lo que tienen que hacer y no necesitan marearnos con un truco de reformas.
El buen ministro debe ser un abogado altamente tecnificado en derecho constitucional, especialista en amparo, buen conocedor de la Teoría del Derecho y de la Teoría del Estado, informado en las diversas materias transversales de lo jurídico. Profesionales tan valiosos como lo son los altos especialistas tecnológicos de la NASA o los altos especialistas monetarios del Banco Mundial. A esos abogados de excelencia no es fácil que puedan calificarlos el presidente que los propone ni los senadores que los designan ni los ciudadanos que los elegirían.
Si lo que quiero es que mi auto funcione bien, lo que necesito es un buen mecánico. Si lo que quiero es que mi auto vuele alto, lo que necesito es un buen avión. Si lo que queremos son ministros de alteza, entonces que los recomiende Aristóteles. Si lo que queremos son ministros marchantes, entonces que los escoja Mefistófeles.
Muchos mexicanos somos devotos de la democracia y de la justicia. Pero también estamos convencidos de que no siempre se emparejan ni se encaminan. Porque una mayoría electoral no nos garantiza la razón ni la verdad. Ése es el supremo engaño de nuestros tiempos. Que quien tiene el poder siempre tiene la razón. Que quien gana una elección siempre es mejor que todos. En realidad, ser mayoritario no significa ser justo.
La democracia no siempre lleva a la justicia. Por ejemplo, el linchamiento, que es muy democrático, pero muy injusto. O, en el otro lado, el desafuero puede ser muy justo, pero muy poco democrático. Lo cierto es que necesitamos una reforma en el fondo, no en la forma. En nuestro sistema de control de constitucionalidad y no en nuestros métodos de otorgar altos empleos.
Pese a nuestros sistemas, los mexicanos hemos sido afortunados y nos han salido muy buenos abogados el 80% de los ministros en las recientes tres décadas. Más aún, el día de hoy estamos en el mejor momento histórico de la Suprema Corte, ya que el 90% de los ministros son de excelencia.
Digo que hemos tenido suerte porque ninguno de los dos sistemas nos garantiza un 100% de lo bueno ni de lo malo. La democracia no es infalible. Como ejemplo, yo soy de los que creo que los mexicanos nos hemos equivocado en 3 de las últimas cinco elecciones presidenciales. Se dirá que soy muy exigente. Pero no supongo que alguien crea que hemos acertado en todas ni que nuestra ciudadanía siempre haya sido buena y sabia.
Lo que sí les reconozco a todos los victoriosos elegidos es que ninguno nos engañó. Todos fueron lo que ya suponíamos que serían. No nos dieron gato por liebre ni se nos desconchinflaron en el camino.
Y si el amable lector tiene temple para ver hacia abajo, haga su propio ranking de lo que en los últimos sexenios hemos elegido como gobernadores, como senadores, como diputados y como alcaldes. Estoy seguro de que cuando los califiquen con su íntima y sincera reflexión, le va a dar miedo la ligereza con la que jugamos a la democracia, tanto nosotros como también otros pueblos.