De la obra de José Manuel Luna Lastra (QEPD)
Parte 1 de 3
Parte muy importante de la historia de los pueblos, son sus tipos “pintorescos” y populares; aquellas personas que por sus actos o por su aspecto son siempre recordados. En este grupo no faltan los ingenuos, aquellos a quienes se le gastan las bromas más pesadas o a quienes se les atribuyen infinidad de anécdotas, como es el caso del famoso “Tio Laureano” de la norteña población de Nava, cuya fama logró traspasar los límites de su tierra. Especímenes importantes son los vendedores ambulantes que pregonan sus mercancías por las calles del pueblo y que por desgracia son una especie en extinción. Todavía por mi casa pasa de vez en cuando un afilador, anunciando su oficio con el sonido de su peculiar silbato y un vendedor de verduras a quien le compro nopalitos frescos y otras verduras que carga en un par de canastas, pregonando su mercancía a grito abierto. Cada vez que los escucho no puedo dejar de remontarme con nostalgia, al Monclova de hace muchos años.
Tenemos también a los loquitos que deambulaban tranquilamente por las calles de la ciudad sin que la gente los molestara puesto que por derecho propio formaban parte del paisaje urbano. El Monclova antiguo siempre tuvo este tipo de personajes, pero conforme fue creciendo, los modernos sistemas de mercadeo fueron desplazando a toda esta gente que ahora añoramos.
Por lo menos hasta finales de los años cuarentas del siglo pasado, (quizá hasta principios de los cincuentas), Monclova solía despertarse con los gritos de los pregoneros que todavía de madrugada, salían a vender sus productos. Uno de los más famosos, sin duda, fue el “Tatemán”, quien todos los días, sin excepción, lloviera o nevara, cargaba su cajón con barbacoa y desde las tres o cuatro de la mañana, corriendo por las oscuras calles de la población, lanzaba su familiar grito.. “¡Iirrrriiiaaa tatemán!” que era una degeneración de las palabras birria y tatema, equivalentes a barbacoa. El “Tatemán” era un hombre bajito, de apellido Esquivel, de pocas palabras y llegado del sur. El producto que vendía siempre fue de primerísima calidad y no tardaba mucho en acabar con la existencia. En su recorrido no usaba zapatos pero esto no le impidió pregonar su mercancía por muchos años, a varias generaciones de monclovenses. Cuando no pudo salir a las calles, la gente acudía a su casa a comprarle su producto hasta que murió a muy avanzada edad.
Al igual que “El Tatemán”, existió otro pregonero que salía también muy temprano a las calles, con dos grandes ollas colgadas de una vara que portaba en los hombros y que contenían sabroso menudo. El menudero voceaba su producto gritando.. ¡Café de hueso! y solamente alcanzaba a caminar unas pocas cuadras cuando sus ollas quedaban vacías. Decían las malas lenguas que este pintoresco señor, renovaba su mercancía en alguna de las llaves que se encontraba a su paso y que por lo mismo sus ollas parecían fuentes inagotables de menudo.
No faltaban los lecheros que a bordo de “expreses” iban dejando sus entregos, de casa en casa, sonando sus campanillas. Los caballos se aprendían los lugares donde debían pararse y mientras sus amos realizaban el entrego y piropeaban a las criaditas, estos se quedaban dormidos. De ahí que a las personas que se andan durmiendo parados, se les dice que parecen “caballos de lechero”. Los entregos se hacían o muy de mañana o por la tarde cuando principiaba a bajar el el sol y era ocasión muy propicia para que las criaditas coquetearan con los lecheros al amparo de las penumbras. Aquél cliente cuya sirvienta hiciera suspirar al lechero, podía considerarse muy afortunado ya que invariablemente recibiría leche de la mejor clase.
Todavía en la década de los cuarentas podían verse frecuentemente a los arrieros con sus recuas de burros o mulas cargadas de leña, transitar por las calles de Monclova para efectuar sus entregos en los domicilios y en las panaderías. Los hogares de la población consumían abundantes cantidades de leña, no tan solo para la preparación de los alimentos cotidianos, sino también para calentar aquellos enormes hornos de adobe de forma hemiesférica donde se horneaba el pan o los cabritos con cierta frecuencia. Los arrieros no se distinguían precisamente por su correcto lenguaje y el paso de las recuas era acompañado por toda clase de palabrotas y restallar de chicotes. Por el tiempo de Navidad, estos personajes eran esperados con impaciencia por todos los chiquillos, pues eran los que traían del cerro los arbolitos que luego se decoraban en las casas..
Para deleite de los chicos, todos los días a determinada hora, aparecía por la calle el vendedor de nieve que a bordo de un pequeño carricoche de dos ruedas expendía su delicioso producto. Recuerdo con nostálgia el potente grito del señor Martínez quien anunciaba la mejor nieve de vainilla de la ciudad, elaborada en garrafa. Su grito de ¡A la nieve!, hacía que se esculcaran los bolsillos buscando el “diez” que costaba uno de aquellos inolvidables conos. Y así como estos vendedores de nieve, deambulaban también otros por las calles de Monclova, tratando de vender golosinas como los piruleros, o como los que vendían chicharrón durito, o bien como el quiotero. No puedo olvidar al popular Chemita que puede ser considerado como un icono de los vendedores ambulantes de nuestra población ya que por muchos años recorrió las calles de la ciudad cargando en sus delgados brazos, dos grandes canastos con pan y otras cosas. Chemita tenía la particularidad de hablar muy rápido y casi no se le entendía. A veces dejaba las canastas en el suelo y hacía alguna pirueta con tal de que le compraran su pan..
José M. Luna Lastra, 11 de marzo 2021
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Contribución de la obra de José Manuel Luna Lastra (QEPD), promovida por parte de sus amigos socios Arqueosaurios ~ Arnoldo Bermea Balderas, Juan Latapi O., Francisco Rocha Garza, Luis Alfonso Valdés Blackaller, Oscar Valdés Martin del Campo, Willem Veltman, y Ramón Williamson Bosque.
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