Plástico a cucharadas.
Ignacio Moreira Loera
A inicios del siglo XX, el químico belga Leo Baekeland, haría de su invento, la baquelita, el primer plástico sintético en revolucionar la industria mundial. Su creación no solo le daría el título de “El padre de la industria plástica”, sino que, además, transformaría el mercado de la manufactura y el futuro del planeta tierra.
El plástico es uno de los materiales más usados a nivel global; anualmente, se producen aproximadamente 400 millones de toneladas métricas; de éstas, solo el 9% se recicla y el 72% termina en vertederos de basura o directamente en el medio ambiente. A diferencia de los componentes orgánicos, en la naturaleza no existe gran variedad de bacterias u hongos capaces de digerirlo o descomponerlo, por lo que su proceso de degradación es sumamente tardado y principalmente producto de la luz solar.
Por su constitución, el plástico puede tardar desde 20 hasta 500 años en descomponerse; durante este lento proceso, se degrada en pequeñas partículas sólidas. Cuando dichas partículas son menores a 5 milímetros, se les consideran como microplásticos. Existen dos tipos: los primarios, directamente vertidos al medio ambiente a través de su uso en productos como cremas exfoliantes, detergentes o maquillajes como el glitter, y que se caracterizan por su tamaño de origen diminuto; los secundarios, derivados de la degradación de objetos más grandes como botellas, bolsas o empaques alimenticios (entre el 70 y 80% de los microplásticos pertenecen al segundo tipo).
Actualmente, los microplásticos se encuentran contaminando prácticamente todos los ecosistemas del planeta tierra, principalmente los océanos; donde son ingeridos por peces, moluscos y otros seres vivos, que después forman parte de nuestra base alimenticia. Estas partículas se han encontrado en casi todas las especies de pescados de consumo humano.
No obstante, la vida marina no es la única forma en la que los microplásticos terminan en nuestro organismo, aproximadamente una cuarta parte la absorbemos del consumo de sal
de mesa. Además, se han encontrado microplásticos en alimentos como la miel, las frutas, verduras, el agua embotellada y los cereales, así como en la cerveza, de la cual el mexicano promedio ingiere unos 68 litros al año, lo que equivaldría a consumir, únicamente por este medio, un aproximado anual de 900 partículas de microplástico. Diferentes investigaciones inclusive confirman la presencia de estos polímeros en la leche materna, la placenta y en el líquido amniótico. Anualmente, los humanos inhalamos un estimado de 22,000,000 de partículas plásticas, y comemos el equivalente a una tarjeta de crédito a la semana.
Un estudio científico llevado a cabo con células en cultivo ha demostrado que inhalar nanoplásticos de PET podría afectar las células pulmonares, aumentando su estrés oxidativo, causando daños en el ADN (Alzaben et al.,2023). En el estómago, los microplásticos de poliestireno tienen efectos similares.
En ratones, se ha comprobado que estas partículas microplásticas, al ser ingeridas, generan disbiosis, un desequilibrio entre las bacterias beneficiosas y dañinas de la microbiota intestinal (Xu et al., 2024).
Aunque aún falta mucho por investigar; en humanos se ha encontrado una relación entre la cantidad de microplásticos en el excremento y las enfermedades inflamatorias intestinales, así como en la gravedad de los síntomas (Yan et al., 2022). Cabe recalcar que diversos estudios vinculan las enfermedades intestinales con trastornos mentales como la depresión y la ansiedad (Kumar et al., 2023).
El daño generado a nuestro planeta y su biodiversidad está intrínsecamente relacionado con la salud humana. Lo abordado anteriormente es solo uno de los miles de ejemplos de cómo la actividad del ser humano pone en riesgo la estabilidad de los ecosistemas y de nuestra propia integridad.