Por Víctor Beltri
Felices fiestas
La pandemia terminó por devorar a la Navidad. Lo que —en un principio— pensábamos que duraría muy poco, terminó por alcanzarnos. Atrás, muy atrás, quedan los anuncios reiterados sobre la poca peligrosidad del virus, los picos alcanzados, las pandemias ya domadas. Los mordiscos disfrazados de besos, los poemas declamados por un subsecretario indolente, los desayunos en los que se invitaba a ignorar un riesgo que el mundo entero ya advertía. La catástrofe completa.
La pandemia devoró a la confianza. Lejos quedan las cifras que el propio gobierno estimó en su momento, como catastróficas, así como los 65 mil muertos contemplados —inicialmente— como el peor escenario posible. Una cifra que está a punto de ser duplicada, sin miras a reducirse en el futuro muy cercano. Cabe bien la pregunta: ¿por qué tenemos tantos muertos? ¿Qué fue lo que salió mal? Ya nos guardamos en casa una vez, mientras el mundo entero advertía un peligro que resultó imposible de prever. ¿Por qué continuamos negando lo que otros países consideran como una realidad? ¿Por qué seguimos hablando de la efectividad del tapabocas, en estos momentos?
¿Por qué seguimos discutiendo la conveniencia de un instrumento tan sencillo, como si adoptar los cuidados elementales fuera un sinónimo de debilidad institucional? ¿Por qué seguimos en un camino sin retorno, y sin cambio de rumbo? ¿Cuántos muertos serán suficientes, para darnos cuenta de que no vamos por el camino correcto?
La pandemia es un evento que ha afectado por igual a todos los países del mundo, pero también es cierto que el impacto, en cada uno de ellos, no ha sido el mismo. En este sentido, México ha llevado la peor parte, al estar viviendo la misma crisis que afecta al mundo entero, pero sufriendo un impacto mayor —mucho mayor— en la condición de una ciudadanía que cuenta sus muertos por docenas, y docenas —y docenas— de miles de desgracias, que no engrosan las cifras oficiales, pero que sobresalen entre las que se encuentran fuera de los parámetros normales.
Ausencias que —hoy, quizás— se entiende que podrían haber sido evitadas desde un enfoque congruente, utilizando el cubrebocas de manera adecuada, ejerciendo la sana distancia o utilizando el instrumento de manera continua, para provocar tanto el distanciamiento social como la construcción de un último bastión ante los nuevos contagios. La pandemia nunca estuvo controlada: ni cuando comenzó, ni cuando los políticos locales implementaron lo que pensaron que serían medidas de control efectivas. La pandemia está fuera de control. ¿Qué nos queda para las navidades?
La congruencia, nada más. La pandemia terminó por devorar las ambiciones pendientes, al tiempo que ha sido útil a los gobernantes en funciones para evitar cualquier intento por hacer cuestionamientos. Los grupos se reagrupan, y el ataque —y la muerte eventual— de quienes representaban a la oposición más necesaria, en estos momentos, no pueden seguir pasando desapercibidos. El país se está descomponiendo, y el tema no es la muerte, sino la esperanza.
¿Quién recuperará la esperanza? Es fácil creer en un país sin objetivos sólidos —o en un líder carismático sin mayor fondo— cuando no se han terminado de definir los puntos que son importantes para la creación de un país tan diverso como el nuestro. Es pertinente, sin embargo, plantearnos lo que sería de nuestro país de continuar en una línea de autoritarismo —supuestamente democrático— que siguiera permitiendo, al jefe del Ejecutivo, aprobar cualquier reforma sin mayor consecuencia. Un desastre absoluto.
Hoy, la pandemia terminó por devorar a la Navidad: mucho tiempo antes, sin embargo, la realidad devoró lo que nos quedaba de inocencia hacia cualquier autoridad política. Felices fiestas, señores: más allá de cualquier filiación política, deberíamos entender que, de seguir así, no seremos —en realidad— un ápice mejor de aquellos miserables que pretendemos sustituir.
Felices fiestas.