“Ricos, pobres; personas de cualquier edad, todos absolutamente tenemos el mismo destino”, expresa Juan Hernández, quien se acostumbró a las escenas desgarradoras de dolor en su oficio
Alberto Rojas Carrizales
LA PRENSA
Desde hace más de 20 años el sepulturero Juan Hernández empezó a cavar tumbas y arrojar paladas de tierra sobre ataúdes, dice que las primeras ocasiones se sentía mal al ver el sufrimiento de los dolientes, más aún el caso de niños aferrados al féretro, pero que luego se acostumbró a esta actividad porque no tenía otra opción de empleo.
Pese a esto, asegura el enterrador que no ha vivido ningún fenómeno paranormal, tampoco visto fantasmas o gente fallecida en el Panteón Guadalupe. “Me preocupa más los vivos, de ellos hay que cuidarse, los muertos no hacen nada”, explica doctamente el enterrador del cementerio de la avenida Acereros.
En estos días en que abundan narrativas de almas en pena arrastrando cadenas, damas de blanco flotando en pasillos del camposanto, gemidos o risas de niños muertos en tragedias, don Juan Hernández, asegura que él no ha vivido ninguna experiencia de esa índole, aunque dice que algunos veladores del panteón cuentan historias de aparecidos.
Señala que al inicio de su actividad laboral todo fue muy difícil con cuadros desgarradores de niños aferrados al ataúd de su padre, madre o hermanos, añade que no es fácil estar en medio del llanto y rostros descompuestos de los dolientes, está canijo, se siente raro. “Me acostumbré, creo que es un trabajo como cualquier otro, tenemos que sobrevivir económicamente”, dice el sepulturero.
Los enterradores no se dedican únicamente a cavar fosas y echar las paladas de tierra, ellos realizan tareas de barrer las tumbas, pintarlas, y detalles de albañilería, por eso se les localiza diariamente por las mañanas en el panteón realizando esas chambas.
-Todos, absolutamente, todos vamos para allá-, añade don Juan refiriéndose a la muerte, “ricos, pobres, de todas las edades, de cualquier religión, y en cuanto al riesgo de enfrentar la aparición de algún fantasma o acontecimiento sobrenatural, pues eso no me llama para nada la atención porque estoy dedicado solamente a mi chamba”.
La gente imagina a los sepultureros de lento andar cojeando, cicatrices en el rostro, mirada aterradora y ausencia de piezas dentales, pero don Juan Hernández es accesible a la conversación, sonríe levemente descansando en una lápida a pleno mediodía, luego de secar gotas de sudor que perlaban su rostro luego de trabajar algunas tumbas.
Sonríe levemente, al señalar que hay que temer a los vivos, no a los muertos, son sonrisas que en ellos es difícil dibujar por su constante trabajo con la muerte y ver diariamente el sufrimiento de dolientes, aunque después de muchos años en actividades funerarias parece que llega el blindaje o inmunización.