Desde que Donald Trump ganó nuevamente las elecciones presidenciales de Estados Unidos una ola de nerviosismo e incertidumbre ha permeado en los mercados financieros y en el subconsciente colectivo de la sociedad mexicana.
Los analistas han manifestado sus posturas, encontradas algunas de ellas. Algunos miran en el horizonte nubarrones, relámpagos y centellas, mientras que otros lo ven soleado y sin probabilidades de tormenta.
La verdad es que ya conocemos a Trump como candidato y como presidente. Las amenazas comerciales y arancelarias condicionadas al tema migratorio que lanzó recientemente son las mismas de su primera campaña a la presidencia.
Claro, el entorno y las circunstancias son diferentes. Hoy en día tiene una mayor presión para cerrar el paso a las importaciones con alto contenido chino a través de nuestras fronteras y, como ya no se puede reelegir, existe el riesgo de que tome decisiones más doctrinarias y menos populares.
Siempre que se imponen aranceles e impuestos quien gana es el gobierno, vía recaudación, y quien pierde es el productor o exportador del bien o servicio, ya que sus ventas se reducen. Pero también hay otros perdedores: el comprador, que tendrá que pagar un mayor precio o dejar de consumir ese producto, y la economía en general, ya que enfrentará presiones inflacionarias.
El gobierno mexicano respondió ya con valentía: si Estados Unidos impone un arancel de manera unilateral, México hará lo propio. Y sí que es una amenaza creíble, ya lo hemos hecho en el pasado. En 2018, en épocas de Ildefonso Guajardo como secretario de Economía, Trump decretó un arancel contra el acero y aluminio mexicanos y México, de manera muy inteligente y estratégica, impuso aranceles a productos procedentes de regiones altamente afines al presidente y con poco impacto en el consumidor mexicano, tales como aceros planos, uvas, arándanos, manzanas, quesos y algunos cortes de cerdo.
De cancelar el T-MEC ni que hablar. Fue durante la administración de Trump cuando se suscribió, y fue catalogado por él mismo como un acuerdo excepcional. Además, su vigencia es obligatoria hasta 2036, y los trabajos para tumbarlo tardarían más de lo que durará la próxima administración.
Lo que se revisará en el 2026 es la conveniencia de extenderlos seis años más y quizá pongan sobre la mesa temas como el contenido nacional, garantías sobre la protección de inversiones derivado de la reforma judicial y los relacionados al sector energético.
Si logramos un acuerdo migratorio que satisfaga a Trump resolveremos el tema comercial. Si no, se lo tendría que pensar dos veces porque afectaría a sus consumidores y, ante la represalia mexicana, también a algunos productores. Además, su animadversión a China es superior a la de México, por lo que es probable que dirija hacia allá sus baterías. Por lo pronto sigamos en paz y trabajando, el panorama se comienza a despejar.