Fernando de las Fuentes
El lugar común es el dogma del necio
Ricardo León
El ser humano ha buscado siempre la felicidad, consciente o inconscientemente, pero nada más lejano a ese ideal que la forma en que generalmente interpretamos y, por tanto, abordamos la vida: luchando sin rendirnos.
Hemos hecho de este concepto uno de los paradigmas más poderosos y una de las órdenes sociales más imperativas, de manera que ha permeado todas las culturas de todos los tiempos. ¡Nunca te rindas!, o serás débil, perderás dignidad y valía.
Sin embargo, hoy hago el llamado contrario: ¡ríndase!, o morirá sin haber vivido. Me explico: los seres humanos creemos que debemos esforzarnos siempre por lograr lo que anhelamos, pero lo que en realidad estamos buscando es la lucha por lograrlo, la batalla, porque sentimos que eso nos da el control, cuando en realidad significa que lo hemos perdido por completo, porque lo que nos guía es la programación mental y la adicción de nuestro cuerpo a las hormonas que genera el estado de alerta y pie de guerra: cortisol, adrenalina y noradrenalina.
Esto se debe a que la satisfacción de una necesidad psicológica básica, la sanación de una herida, colmar una carencia y tener éxito en lo que uno se proponga se sienten bonito, pero la realidad es que no sabemos qué hacer con eso; en cuanto nuestra psique y nuestro cuerpo arriban al bienestar, más allá del placer, entran en pánico; comenzamos entonces a prever y temer la pérdida, para regresar al sentimiento de malestar ya conocido, indeseado y a la vez querido, porque en él hemos radicado la mayor parte de nuestras vidas; generamos apegos y resistencia a todos aquello que, según nosotros, hemos finalmente obtenido y que, algún día, nos permitirá ser felices y satisfacer nuestras necesidades, solo si lo conservamos, porque por el momento estamos en modo supervivencia, para que nada nos arrebate lo que ni siquiera sabemos apreciar y agradecer.
¿Le suena conocido? Bien, se trata de un bucle de malestar, abandonarlo requiere que aprendamos a sentir bonito, más allá de lo que hasta ahora creemos que eso es. Es necesario que desarrollemos lo que se llaman sentimientos elevados: gratitud, compasión, amor incondicional (que no tiene nada que ver con aguantarle a nadie nada que nos hiera), dicha, calma, entre otros. Lo que generalmente sentimos y confundimos con el bienestar es alivio, placer o la vacuidad de la distracción, en sus diversas manifestaciones. Por supuesto es importante, pero no es todo lo que existe, y nada hay más efímero que esas sensaciones.
Pero para desarrollar sentimientos elevados, y arribar al famosísimo desapego de la espiritualidad posmoderna, hay que rendirse, que no tiene nada que ver con dejar de actuar, o abandonar sus esperanzas y deseos, sino con dejar de discutir y pelear con la vida, porque no es como quiere que sea, porque no se le reconoce por lo que quiere y como quiere, porque no le salen las cosas como las planeó ni le llegan las oportunidades, etc., etc.
Rendirse es lo contrario de lo que hemos venido haciendo: batallar con la vida, o incluso evadirse, que es una forma de estar en la lucha sin tomar acción, de arrinconarse, porque no vemos la salida.
Pero ojo, la rendición, la verdadera, es una experiencia espiritual, no la simple decisión de aventar la toalla, porque en ese caso volverá a la batalla cuando menos se lo espere. Es un cesar la pelea interna contra la realidad, ante un poder superior, llámele como lo quiera llamar, concíbalo como lo quiera concebir, porque si no comprende, si no siente, que hay algo en lo que pueda confiar más allá de sus propias capacidades, seguirá en modo hostil y a la defensiva, con el corazón cerrado, los puños apretados y la quijada contraída.
El acto de rendirse es selectivo. Usted no tiene que quedar desprotegido, pero eso es para la próxima colaboración.