Cuantan que en un pequeño pueblo nevado, se alzaba un árbol imponente en medio de la plaza principal. Cada Navidad, los habitantes lo adornaban con luces, cintas y esferas de todos los colores. No era el más grande, ni el más bonito ni el más perfecto, pero era especial: sus ramas siempre encontraban la manera de sostener lo que la comunidad le ofrecía.
Los niños colgaban sus juguetes más preciados, los campesinos los frutos más grandes de sus cosechas, las costureras sus confecciones más hermosas y los artesanos sus creaciones más impresionantes.
Para los más pequeños, el árbol representaba magia; para los mayores, esperanza. Pero ese año, la plaza y el árbol estaban vacíos. La gente tenía poco: una sequía había marchitado los campos y secado los ánimos. “¿Qué podemos ofrecerle al árbol este año?”, se preguntaban.
Fue entonces cuando doña Martha, una abuelita conocida por sus cuentos, reunió a los aldeanos. Les propuso algo diferente: “El árbol no necesita luces, esferas ni bienes materiales, sino lo que llevamos dentro. Cada uno puede colgar en sus ramas un símbolo de lo que desee dar: amor, tiempo, alegría”.
La idea tomó fuerza. Un niño ató un dibujo de su familia; un agricultor, una bolsa de semillas; una madre, una carta para sus hijos. Día tras día, el árbol se llenó de pequeños gestos. Pronto, la plaza dejó de estar vacía. La gente se reunía para compartir historias, canciones y el pan y la sal. Lo que no tenían en bienes lo compensaron con amor.
Al llegar la noche de Navidad, el árbol no brillaba con luces eléctricas, pero sus ramas estaban repletas de esperanza. Cada adorno representaba un pedacito de alguien, un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, la solidaridad, la unión y la familia son las luces más resplandecientes.
Navidad no es dar, sino darnos. Es reconciliación, perdón, solidaridad. Es ese espacio donde nos encontramos con los demás, donde la magia sucede cuando compartimos, no lo que nos sobra, sino lo mejor de nosotros mismos. Ese árbol nos recuerda que, al final, los regalos más grandes no se envuelven: se entregan con el corazón.