1915 ~ UNA TARDE DE PÁNICO EN LA PLAZA DE CUATROCIENEGAS ~ parte 1
(tomado del relato de George F. Weeks “El Gringo“, publicado 1918)
Por: Luis Alfonso Valdés Blackaller
George F. Weeks (nac. 1852) era un joven reportero que vivía en la ciudad de Nueva York en 1876, cuando la tuberculosis lo obligó a mudarse a un clima más saludable en California, donde pasó sus primeros meses en un sanatorio cerca de San Bernardino. Luego trabajó en el San Francisco Chronicle, publicando artículos en Bakersfield y Alameda. Su libro California (1928) contiene las memorias de George Weeks sobre su viaje al oeste, y su vida como periodista, con historias de política, crimen y violencia laboral en las ciudades donde trabajó. En 1906 se traslada a México. Durante la Revolución Mexicana, ningún periodista estadounidense mantuvo relaciones tan estrechas ni tan duraderas con los líderes revolucionarios como el mismo George F. Weeks. Entre 1913 y 1920, fue el principal publicista del régimen constitucionalista de Venustiano Carranza, dirigió la Oficina Mexicana de Información, y fundó y editó la “Mexican Review / Revista Mexicana”, una revista bilingüe que promovía los intereses mexicanos en los Estados Unidos.
A continuación, su publicación sobre una tarde en la plaza principal de Cuatro Ciénegas:
~ Era una tarde ya avanzada. El sol se acerca a la cresta dentada que separa el valle de Cuatro Ciénegas de las vastas extensiones desérticas al oeste. El aire se vuelve más fresco a cada momento a medida que las sombras del atardecer comienzan a caer. Estas sombras también llegan temprano, mucho antes de que se haya alcanzado el momento señalado por el calendario para esta latitud para la desaparición del sol bajo el horizonte. Las montañas que protegen la ciudad al oeste son tan elevadas que el sol se oculta a la vista mucho antes de la hora habitual en localidades menos protegidas. Las sombras se arrastran lentamente por las colinas, resaltando la luz y la sombra del cañón y la cresta, de los arbustos y la hierba, de las rocas de varios colores de una manera que uno nunca se cansa de contemplar.
Muchos están en la hora de la siesta. «El Gringo» está en su lugar favorito para descansar en la plaza, en una banca a la sombra del árbol de lila, observando y estudiando las escenas constantemente cambiantes a su alrededor. Las calles están llenas de gente. Todos los asientos de la plaza están ocupados y el zumbido de la vida se escucha en todas direcciones. Los niños se agolpan en el pequeño parque, juegan en los bancos, escuchan al violinista ciego, compran dulces a los vendedores ambulantes -trozos de cactus y calabazas confitadas y otras delicias nacionales- y se divierten de la misma manera que lo hacen sus semejantes en todo el mundo. Todo es pacífico, tranquilo y calmado. Un aire de inexpresable seguridad y disfrute se extiende por todas partes.
Allá arriba, en la calle por donde suelen venir las carretas con guayule cuando se acercan al final de su largo y cansador viaje de cien millas desde el corazón del desierto, aparece una nube de polvo. Se eleva hacia el cielo como sólo puede hacerlo el polvo que ha sido pulverizado hasta convertirse en un polvo casi impalpable por la continua sequía y arrojado al viento por la más mínima moción de una rueda, un casco o un pie humano. La nube es tan densa y cuelga tan cerca del suelo, así como se eleva en el aire, que durante mucho tiempo y hasta que está bien dentro de los límites del pueblo, no hay nada que indique con certeza la causa de ello.
Finalmente, el mugido y bramido del ganado revela el hecho de que una manada de ganado con cuernos avanza lentamente por el camino, procedente, como se vio posteriormente, de las remotas fortalezas de las montañas del desierto, donde se habían criado en los entornos más salvajes, siendo su único conocimiento de la civilización la visión poco frecuente de un vaquero del que habían huido aterrorizados. Una ciudad, con su acumulación de casas y humanos, era tan extraña para ellos, como la vida que posiblemente exista en la luna lo es para el habitante de la tierra. Tienen las piernas cansadas y sedientos por el largo viaje. También los vaqueros y sus caballos. Han empujado a los animales para llegar a los corrales de ganado de la estación de ferrocarril antes del anochecer, hasta que, asustados por las inusuales vistas y sonidos del pueblo, las bestias están al borde de una estampida.
Los jinetes apuran a los animales renuentes a avanzar por la calle, cuidándolos con cuidado en cada cruce para mantenerlos juntos y evitar el desastre. Así avanzan por la vía pública hasta llegar a la esquina de la plaza. Los animales criados en el desierto husmean el aire y el polvo. El olor no les agrada, es muy diferente del aire puro y resinoso del desierto. Braman, mueven la cabeza y hacen rodar sus ojos inyectados en sangre de un lado a otro, azotando sus cuerpos con sus colas, empujándose unos a otros con sus cuernos y mostrando todos los indicios de estar listos para entrar en pánico a la menor provocación. La situación es tensa y llena de peligros.
En una casa que da a la plaza vive un individuo con inclinaciones musicales que tiene la costumbre de pasar las horas de la noche y desgastar los nervios de sus vecinos al mismo tiempo, sacando ruidos extraños de las profundidades de un instrumento de viento de algún tipo, como nunca se había oído en la tierra ni en el mar, y que estaban bien calculados para provocar pánico y miedo a animales mucho más acostumbrados a lo inusual que una manada de bovinos criados en el desierto. Ignorante de la inminente llegada del ganado cansado, nervioso y medio enloquecido, este individuo se instala en la acera frente a su puerta, se pone la boquilla del instrumento de tortura en la boca, respira profundamente y luego, con un prolongado chillido y gemido que habría hecho enrojecer a la más poderosa sirena, si las sirenas pueden enrojecerse, rasgó el aire de la tarde y lo rompió en pedazos.
~ (fin de parte 1; a continuarse la próxima semana) ~
Contribución de: Luis Alfonso Valdés Blackaller, con apoyo de socios Arqueosaurios A.C. (1997) ~ Luis Alonso Armendáriz Otzuka, Arnoldo Bermea Balderas, Juan Latapi Ortega, José Manuel Luna Lastra (QEPD 2022), José Mariano Orozco Tenorio, Francisco Rocha Garza, Oscar Valdés Martin del Campo, Willem Veltman, y Ramón Williamson Bosque.
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