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miércoles 17 de septiembre de 2025

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INDIANA

INDIANA

Por Mauricio A. Sánchez Campos

 Soñé con ella todos los días durante un año.

365 días sin excepción. Al principio pensé que era una casualidad.

Un rostro bonito que mi mente había creado. Pero con el tiempo, empezó a repetirse. Cada noche, ahí estaba. Misma voz, misma sonrisa. Se llamaba Indiana. Lo supe desde el primer sueño. En algunos me hablaba de su familia, en otros íbamos a cafeterías o simplemente caminábamos por calles que no existían. Lo raro es que yo sabía que estaba soñando. Pero no quería despertar.

Pasaron los días, los meses. Comencé a enamorarme de ella. Así, sin saber si era real. Me gustaba su forma de hablar, su manera de mirar el mundo. Me sabía sus gestos, sus frases, hasta su forma de pedir café: americano frio con un toque de avellana, y yo siempre la invitaba una concha rebanada con nata, queso amarillo rallado, piloncillo, un chorrito de leche condensada y tocino picado por encima. Una locura, sí, pero así se debe de preparar “para lograr el equilibrio perfecto entre lo dulce y lo salado” así como lo decía ella.

Hasta que un día, simplemente no soñé con ella.

Me levanté confundido. Pensé que esa noche regresaría. Pero no. Ni la siguiente. Por primera vez en un año, mi mente estaba sola.

Intenté distraerme. Fui a comer. Me senté en una mesa cualquiera. Había un ticket de compra olvidado. Lo tomé sin pensarlo, como por reflejo. Y ahí estaba: el café con avellana… y la concha. Exactamente como ella y yo lo pedíamos en mis sueños. Se me detuvo el corazón. Era absurdo, lo sabía. Pero no podía ignorarlo.

Esa noche tampoco soñé.

Al día siguiente, sin rumbo, fui a una cafetería. Quería algo que me hiciera sentir cerca de ella. Pedí el café que ella siempre pedía con avellana. Y ahí la vi.

Estaba en la fila, de espaldas. Su postura, su cabello oscuro, algo en su forma de girar el rostro… me resultaba insoportablemente familiar. Me acerqué con cuidado.

—Disculpa… esto va a sonar muy raro, pero… ¿te conozco?

Ella me miró con sorpresa.

—Creo que no… me has de estar confundiendo con alguien más.

Le sonreí con nerviosismo, no quise incomodarla.

—Una disculpa creo que si me confundí.

— lo dije un poco apenado.

Escuché cómo ella le decía al barista:

—Una concha rebanada con nata, queso amarillo, piloncillo, leche condensada… Y sin poder evitarlo, terminé la frase por ella.

—…y tocino picado, para lograr el equilibrio perfecto entre lo dulce y lo salado.

Ella se giró lentamente, como si acabara de recordar algo importante.

—¿Cómo sabes eso? La miré a los ojos. Eran verdes. Como los de mis sueños.

—Yo te lo enseñé —le dije.

Ella se quedó en silencio. Como si no supiera qué hacer con lo que acababa de oír.

Nos sentamos. Hablamos. Me contó que había despertado de un coma… hacía tres días. Un accidente de auto. Un año entero sin abrir los ojos. Me lo dijo con la voz entrecortada. Me mostró una cicatriz en el brazo, como si necesitara probarlo.

—No sé por qué, pero desde que desperté tengo esta combinación de pan y tocino clavada en la cabeza. Sentía que era importante y desde ayer empecé a pedirla en todos lados.

—Lo es —le dije—. Porque fue la primera cosa que compartimos… en un sueño.

Nos reímos. Nos vimos. Era ella. Lo supe con cada fibra de mi cuerpo. Por un momento, pensé que el universo nos había hecho una jugada increíble para reunirnos.

Nos vimos casi todos los días durante tres semanas.

Pero ella estaba rara. A veces parecía presente, otras no. Un día, mientras la miraba dormir en mi sillón, pensé: “Ya no estoy soñando. Esto es real. Y aun así siento que la pierdo”.

Y tenía razón.

Una tarde, mientras tomábamos café en silencio, ella me miró. Y fue la mirada más triste que he visto.

—¿Puedo decirte algo y me prometes que no me vas a detener?

No respondí.

—No soy la misma persona que soñaste. Tal vez en tus sueños fui libre, fui feliz, fui tuya… pero la vida real me pesa. Desperté con todo encima: la presión, el miedo, los recuerdos del accidente, lo que perdí. No sé quién soy. No sé si puedo amar a alguien ahora.

Quise decirle que sí podía. Que la esperaba. Que la amaba.

Pero ella ya lloraba.

Y yo también.

Me abrazó fuerte.

—Gracias por haberme esperado. Aunque fuera en sueños.

Y se fue.

Nunca volví a soñar con ella. Nunca volví a verla.

Pero a veces, cuando pido café con avellana y esa concha rara que casi nadie entiende… cierro los ojos y me parece escucharla decir: “para lograr el equilibrio perfecto entre lo dulce y lo salado”.

Y me repito a mí mismo…

que si la soñé un año entero, fue porque alguna parte de ella también me estaba buscando.

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