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Sacude crisis de hambre a Latinoamérica

Sacude crisis de hambre a Latinoamérica

No podía alimentar a su familia. Matti Alonso, sabía que era cierto, pero no podía creerlo. La pandemia acababa de golpear a Guatemala con toda su fuerza y Alonso, un trabajador de la construcción de 34 años, se quedó sin trabajo de repente.

Permaneció sentado solo hasta altas horas de la noche, con la mente acelerada, y contuvo las lágrimas. Tenía seis bocas que alimentar, sin ingresos y sin esperanza de recibir nada más allá que los pequeños cheques de apoyo a la crisis -de unos 130 dólares- del Gobierno. Hoy, dijo Alonso, el desayuno, el almuerzo y la cena se ven casi iguales en su casa en El Jocotillo: tal vez una tortilla con sal; tal vez una tortilla con frijoles; tal vez un plato de arroz y frijoles.

«Antes comíamos carne, ahora ya no hay carne; comíamos pollo, ya no hay pollo; tomábamos leche, no hay leche».Incluso el pan, señaló, está fuera del menú.

Para decenas de millones como Alonso, la pandemia ha revelado cuán frágil es la condición económica en todo el mundo. En muchos sentidos, en ninguna parte ha sido tan evidente como en América Latina, donde el resurgimiento de la pobreza está trayendo una violenta ola de hambre a una región que se suponía que había erradicado ese tipo de desnutrición hace décadas.

Desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, las familias se saltan comidas e intercambian productos frescos por productos con almidón y azúcar. Incluso en Chile, una historia de éxito entre los países en desarrollo, algunos vecindarios están recurriendo a cocinas comunitarias en un retroceso a la década de 1980, durante la era de la dictadura.

América Latina se destaca porque la mayoría de los Gobiernos de la región no tienen el poder financiero para entregar las enormes cantidades de ayuda que se han observado en lugares como Estados Unidos y Europa.

Luego, están los millones de trabajadores que se ganan el sustento en la economía informal, vendiendo mangos en carros callejeros o limpiando casas por dinero en efectivo. Esos trabajadores a menudo están excluidos de los programas de asistencia.

El Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas estima que los países de América Latina y el Caribe en los que opera experimentarán un aumento de aproximadamente 270 por ciento en el número de personas que enfrentarán una grave inseguridad alimentaria en los próximos meses.

Es probable que esa alza -a 16 millones frente a los 4.3 millones antes de la pandemia- sea la más pronunciada del mundo y más del doble de la tasa de crecimiento global estimada, dijo por teléfono Norha Restrepo, portavoz del PMA en Panamá.

El crecimiento de la clase media de la región ha sido inestable. Un auge en los precios de los productos básicos entre 2000 y 2014 hizo disminuir la tasa de pobreza de 27 a 12 por ciento.

Pero a medida que la demanda de materias primas se fue enfriando, hubo una rápida reversión. Argentina se hundió en una profunda recesión, y la situación económica en Venezuela se sumió en una desesperación sin precedentes.

Mientras tanto, incluso el período anterior de crecimiento ocultaba profundas fallas en la región, donde la desigualdad económica, las tensiones raciales y la brutalidad policial se gestaban justo debajo de la superficie. Esas presiones se convirtieron en protestas masivas el año pasado, cuando cientos de miles de personas salieron a las calles en Colombia, Chile y Ecuador.

La pandemia ha hecho que la estabilidad económica sea aún más precaria, y millones de personas ahora están haciendo el cambio impensable de tener vidas relativamente cómodas a no saber de dónde vendrá su próxima comida.

«La diferencia entre ser pobre y empobrecerse es brutal», dijo José Aguilar, fundador de Reactivemos La Esperanza, que apoya a 100 familias en Costa Rica y está tratando de llegar a más personas.

«Cuando usted viene de la clase media y tiene comida, acceso a la educación, ciertos lujos y calidad de vida y, de repente, por una variable que no tiene relación con su vida profesional, se lo quitan, hay una afectación emocional muy dura para las familias».

La región está en camino a su peor recesión en un siglo, con un pronóstico de contracción de 9.1 por ciento para este año y un desempleo que alcanzará 13.5 por ciento, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Dado que la mitad de la población activa vive fuera de las economías formales, la cifra de empleos no refleja toda la verdad. A nivel regional, la Cepal espera que otros 28 millones de personas entren en las filas de la extrema pobreza este año, y que las mujeres tengan una fuerte presencia en los hogares pobres.

«Estamos en la parte inicial de esta crisis económica y sanitaria, y nos va a dejar con el mayor número de personas con hambre que hayamos visto», dijo María Teresa García, quien dirige Bancos de Alimentos de México, una organización benéfica de alimentos. «Esta crisis va a dejar una huella por un largo, largo tiempo».

Otras partes del mundo también están experimentando el cambio.

El Banco Mundial advirtió en junio que la pandemia podría deshacer años de avance para los pobres en países menos desarrollados como India y Nigeria, y señaló que estima que hasta 100 millones de personas más caerán en la extrema pobreza.

Con eso, habrá un gran aumento en la desigualdad alimentaria. Hasta 132 millones de personas más de las proyectadas anteriormente podrían pasar hambre en 2020, y el aumento de este año puede triplicar con creces cualquier otro incremento en este siglo, según estimaciones de la ONU. América Latina está ayudando a impulsar ese aumento.

En Chile, Sonia Gallardo ha pasado de comer cenas de pollo y arroz a preparar pan y mantequilla con café. A veces es solo café.

Emigró de Perú hace 12 años para tener una vida mejor en Chile, y dejó una vieja casa de adobe de dos habitaciones en Chiclayo que su madre había heredado. Al trabajar como empleada doméstica en Santiago, solía ganar 600 dólares al mes, suficiente para comenzar a ahorrar para una casa propia. Pero las estrictas medidas de confinamiento terminaron con ese trabajo, y ahora tiene suerte de poder ganar 80 dólares al mes con la reventa de productos de limpieza en bulliciosos mercados de la ciudad. Apenas hay suficiente para comprar comestibles. Repentinamente perdió más de 4 kilos y está usando elástico en sus pantalones para evitar que se caigan.

«Nunca pensé que iba a pasar esto. Yo pensé que nunca más iba a tener que vivir como vivía en Perú», dijo Gallardo.

Como en la mayoría del mundo, el hambre en América Latina no tiene nada que ver con un suministro insuficiente. De hecho, la región es una potencia agrícola, con sus fértiles llanuras y valles que producen cereales, frutas y proteínas que ayudan a alimentar al mundo. La crisis se trata de si los que se quedan sin trabajo durante la pandemia pueden costear la comida.

En su mayor parte, la necesidad es muy superior a la ayuda de los Gobiernos, incluso en países que decidieron implementar fuertes paquetes de estímulo.

Brasil, por ejemplo, ha iniciado un programa de emergencia de estipendios en efectivo tan ambicioso, que ayudó temporalmente a reducir las lecturas de extrema pobreza a mínimos históricos nacionales. Pero ese enorme programa expirará a fin de año y es demasiado costoso desde el punto de vista fiscal para sostenerlo aún más.

En la mayoría de los países, los pagos son limitados y las personas gastan todo el efectivo que reciben para pagar primero los costos de vivienda y servicios básicos. A menudo queda poco para la comida.

En Argentina, Miguel Leiva salió del desempleo y las drogas de un barrio pobre de Buenos Aires, y ahora mantiene a su esposa y sus dos hijos como conductor de autobús y está estudiando para ser maestro de escuela primaria.

La inflación de 41 por ciento del país está afectando su salario de 525 dólares al mes, y las estrictas medidas de confinamiento significan que ya no puede trabajar horas adicionales. Está atrasado en los pagos de las tarjetas de crédito y los servicios básicos, y las barbacoas semanales de las famosas costillas argentinas ahora son «un lujo que no podemos permitirnos».

La familia también ha reducido las frutas y verduras. Las galletas de chocolate, llenas de azúcar, han reemplazado a los caros yogures, mientras que el consumo de la familia de harina para la pasta casera se ha multiplicado por diez.

«Para todos es lo mismo», dijo Leiva, de 45 años. «Comemos 15 días bien, relativamente, y después es solo llegar a fin de mes».

Una población desnutrida generalmente significa visitas más costosas a médicos y hospitales, una fuerza laboral menos productiva y más ausentismo escolar.

Lo más preocupante para la ONU son las implicaciones para el desarrollo de los niños pequeños. La inseguridad alimentaria también corre el riesgo de exacerbar los disturbios después de la ola de protestas en 2019.

En una región tan diversa, el impacto económico de la pandemia es desigual. Los países más pobres como Haití y partes de América Central que dependen de las remesas son particularmente vulnerables, al igual que los millones de migrantes venezolanos en Colombia, Ecuador y Perú que dependen del trabajo informal y no tienen acceso a programas sociales.

Decenas de miles de ellos están regresando a sus hogares, llevando más bocas que alimentar a Venezuela, que ya estaba al borde de hambruna.

Incluso en países más desarrollados como Chile, algunas comunidades tienen que unirse para garantizar la alimentación de las personas.

En Santiago, en el barrio de Lo Hermida, conocido por su participación en las luchas sociales, especialmente durante la dictadura militar de los años 70 y 80, Erika Martínez está organizando «ollas comunes», o comidas comunitarias, que han alimentado a unas 300 personas al día desde mayo.

La comida es en su mayoría fideos y legumbres. Las carnicerías o tiendas de comestibles locales a veces donan los restos, y el pollo es un escaso placer; se cocina a leña porque no hay dinero para el gas; y la clientela son principalmente trabajadores informales, como comerciantes a tiempo parcial, jardineros o costureras que han sido los más afectados por las cuarentenas de la pandemia.

«Para nosotros en Lo Hermida, las ollas comunes representan el triste recuerdo de los años 80», dijo Martínez, de 53 años, que agrega que nunca pensó tener que regresar a eso.

De vuelta en Guatemala, el Gobierno ya ha informado un aumento en la tasa de desnutrición aguda entre los niños de 5 años o menos.

Alonso, el trabajador de la construcción, está tan preocupado por cómo alimentar a sus cuatro hijos que ha comenzado a plantar maíz y frijoles. Un amigo le arrendó un pequeño terreno, otro le dio algunas semillas y fertilizantes y le dijo que podía pagar el costo hasta fin de año, señaló.

«Es lo que he estado haciendo durante toda esta pandemia: ingeniándomela».

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