Por Francisco Javier Acuña
Herencia y memoria presidencial
El alma política de México (si se acepta esa licencia), es la invocación Presidencial por encima de la vocación presidencial. La primera es populosa, la segunda acotada a los actores políticos forjados o en ciernes.
El presidencialismo es el centro de un poderoso magneto que hace girar todo a su alrededor y como otras contadas motivaciones nacionales que experimenta la sociedad con independencia de la condición y la formación académica de los connacionales, la figura presidencial no resulta indiferente básicamente a nadie. Naturalmente, suscita toda suerte de reacciones, de adhesión o de irritación, pero jamás, un concepto anodino.
Me refiero a algo más sofisticado y sensible, a un sentimiento que gravita sobre la mexicanidad y que asocia lo presidencial (todo lo relativo a la figura del ocupante a la Presidencia de la Republica) a un campo de respeto y admiración a la expresión de máxima autoridad, a pesar (o sin pensar) de quién sea el titular del poder ejecutivo federal en turno. La institución presidencial es parte de la centralidad con la que la nación mexicana contempla la realidad de cada tramo de la historia, es telescopio y microscopio.
En esa dirección, “la mexicanidad”, en su referencia imaginativa lleva puesto el sarape o el reboso de los signos y los símbolos culturales que unen las dimensiones de la patria: el selectivo pasado glorioso, el maniqueo del presente (el presidencialismo atrapa durante cada ciclo la conexión de lo que acontece) y el horizonte del futuro. Y en esa atmósfera mágica y trágica de la patria, los presidentes, héroes por su grandeza o martirio, y la versión antitética, bordada entre los hilos y listones tricolores, la sugerente banda presidencial, acaparan nuestros sentidos: la bandera elásticamente ceñida al pecho del ungido temporal. Al margen de la popularidad o del carisma de quien ocupa la presidencia.
En un país de marcada tradición presidencial conviene separar los alcances de cada variable de su fuerza para ocuparnos exclusivamente de la línea que une el cobijo presidencial, cual “el manto protector”, con manifestaciones culturales que dejan huellas imborrables en la idiosincrasia nacional.
Los presidentes mexicanos son o queridos u odiados, inclusive no pocos pasan sin pena ni gloria y se van directo al limbo de la memoria presidencial.
Lo que hasta ahora no ha dejado de ser una constante es que, los mexicanos en general, tenemos una debilidad al poder presidencial. La gente en México está dispuesta a ir a ver pasar al candidato a la presidencia o a ir a verlo aunque no sea atractivo o de personalidad arrolladora sólo para poder comentar que lo hizo, eso le proporciona un elemento de notoriedad. E inclusive, y no sólo al inicio del mandato cuando todo es novedad, yendo más lejos a poco de concluir el mandato, la gente está dispuesta a buscar una fotografía con el presidente porque existe en ello un afán de trascendencia (una manera de guardar un recuerdo o una constancia de haber estado a su lado, por unos instantes). Acaso hay un poco de fetichismo en ello, el cargo de presidente es por sí mismo fuente de energía, algo como —guardadas las debidas proporciones— subir en equinoccio o en solsticio a la pirámide indicada.
Agradezco a Excelsior que me brinde la oportunidad quincenal de reflexionar sobre la herencia y la memoria presidencial mexicana. Por una vocación particular que data de más de veinte años, soy un coleccionista de las referencias presidenciales, especialmente de numismática, filatelia y objetos pequeños que reseñan la simbología presidencialista, por eso presido la Fundación Herencia y Memoria Presidencial que, naturalmente, no busca fines de lucro, sino exclusivamente pensar y repensar entorno al legado cultural del fenómeno presidencial desde 1824 a nuestros días. Esta columna la firmo como analista, académico, jurista y politólogo.