Por Pascal Beltrán del Río
El buen juez
Cuando, en mis inicios como reportero, me topaba con alguna cuestión legal que no comprendía, tomaba el teléfono y le marcaba a don Ignacio Burgoa Orihuela. A toro pasado, debo admitir que quizá abusé de su generosidad porque no sólo tenía él toda la disposición de ayudarme, sino que me invitaba a visitarlo en su despacho en Coyoacán, me ofrecía un espléndido café y se podía pasar un buen rato explicándome el tema. Después, me acompañaba hasta donde había yo estacionado mi vocho azul para, según decía, no dejarme a merced de los “rateros” que pululaban en la calle de Belisario Domínguez.
Abogado celebérrimo, experto de expertos en el juicio de amparo, profesor de derecho constitucional durante más de 60 años, don Ignacio destacó como defensor a ultranza del Estado de derecho.
Lo que más le importaba era la vigencia de la ley, por lo que no dudó en presentar denuncias contra quienes ocuparon ilegalmente la UNAM en la huelga de 1999 –mismas que propiciaron el encarcelamiento de varios activistas– como tampoco en representar a los ejidatarios de San Salvador Atenco, en cuyos terrenos se pretendía construir un aeropuerto durante el gobierno de Vicente Fox.
Al conversar con él, era notorio que el doctor Burgoa se sentía especialmente orgulloso de su trayectoria como juez de distrito en materia administrativa, cargo que desempeñó entre abril de 1951 y junio de 1954 y desde el que puso freno a muchas arbitrariedades.
En sus memorias, publicadas en 1996, nueve años antes de su fallecimiento, don Ignacio incluyó una detallada descripción de cómo debe ser un juzgador.
“Un juez que espera o presiente consignas, que teme desagradar a sus superiores con sus fallos y que se angustia por el ‘cese’ o el cambio de adscripción, no merece el calificativo de tal. Es un títere despreciable que mancha la simbólica toga.
“No imparte justicia, sino la mancilla con su vileza y ruindad, inspirando desprecio y desconfianza. Es el principal enemigo de la Constitución, del Derecho y de la ley y, por ende, del pueblo mismo. A jueces de esa calaña, se les debe arrojar del templo de la Justicia como Cristo hizo con los mercaderes”.
Al buen juez, decía Burgoa Orihuela, debe aplicársele la máxima de don Ángel Ossorio y Gallardo –miembro del gabinete de la República Española en el exilio– sobre la profesión de abogado: “Todos los hombres deben ser libres, pero el abogado debe ser el más libre de los hombres”.
Recordé los anteriores pasajes gracias a una conversación con mi compañero de páginas José Elías Romero Apis, a quien también debo mucho de lo poco que sé de Derecho.
Como dice él, el juez debe ser incómodo para los poderosos, como lo fue Benito Juárez, nombrado juez civil y de Hacienda en Oaxaca, en julio de 1841, cargo que ejerció durante los mandatos de Anastasio Bustamante y Antonio López de Santa Anna, y desde donde fue catapultado al escenario nacional.
Incómodo fue también John Marshall, presidente de la Suprema Corte de Estados Unidos de 1801 hasta su muerte en 1835, autor de la sentencia más famosa de la historia –Marbury v. Madison–, que no sólo aseguró para ese tribunal su posición de árbitro final de la ley, sino que modeló la actuación de los jueces como garantes de la Constitución, a la que deben estar “sometidos”, dijo, todos los Poderes.
La actual disputa entre el presidente Andrés Manuel López Obrador y los jueces toca en la médula a nuestro modelo democrático. Lo que haga en los próximos días el Poder Judicial no será anodino. Puede someterse al Ejecutivo o someterse a la Constitución, pero no puede hacer ambas cosas.
En marzo de 2004, Burgoa dictó una conferencia magistral en la Cámara de Diputados titulada La responsabilidad constitucional del Presidente de la República. En ella, el maestro emérito de la UNAM afirmó que no basta la investidura para dar legitimidad al Ejecutivo: debe además cumplir con sus obligaciones.