Los primeros en llegar al fuego que literalmente vieron saltar de árbol en árbol desde Arteaga, Coahuila, hasta comunidades de Santiago fueron Juan José Villarreal y Jaime de Anda. El primero, voluntario desde hace 17 años en Protección Civil, describió la escena: un cielo rojo.
«En ocasiones negro», contó hace días. «Luego oscureció y, ante un fuego así, pedimos apoyo y empezamos a evacuar casas».
De 37 años, este técnico en urgencias médicas y licenciado en enfermería agregó: «Nunca había visto algo así en mis años de trabajo».
Villarreal, como le dicen, es originario de La Boca, ha caminado desde chico entre las sierras de Santiago, baluarte turístico de Nuevo León. Conoce caminos, laderas, gente de las comunidades. Por eso le duele el siniestro que desde mediados de marzo y en distintos frentes arrasó más de 8 mil hectáreas y dejó zonas literalmente en cenizas, con puros postes negros que antes fueron árboles frondosos.
«Toda la vida hemos caminado estas tierras, por eso me dolía decirle a la gente que dejara sus casas: ‘Vente, agarra tus cosas’. Es su vida».
Fueron cerca de medio millar los evacuados en esa primera parte de la contingencia que inició tras el asueto de marzo en La Pinalosa, quizá en un asador mal apagado. El resto lo hicieron las hojas y plantas secas tras la helada pasada y los vientos.
Villarreal se sumó al contingente de Protección Civil del Estado que, desde las primeras horas y al frente de rescatistas municipales y de otros estados, Ejército y Consejo Nacional Forestal (Conafor), empezaron a combatir el incendio con agua, a golpes y haciendo brechas para cortar el camino del fuego y poniendo a salvo a pobladores en albergues en Laguna de Sánchez y Ciénega de González.
El problema fue cuando las llamas, avivadas por vientos de 90 kilómetros por hora, derribaron lo hecho y el fuego llegó a esos lugares.
«El Swat» no había dormido. No eran ni las siete de la mañana y Ramón López Rosales, «El Swat», como llaman a este elemento de Protección Civil estatal, apenas abría los ojos y es que durante la noche estuvo trabajando con brigadistas en maniobras de extinción y apenas si descansó unas horas en una de las cabañas prestadas para reposar, bañarse y comer algo.
Buena parte de las cabañas de Ciénega de González fueron facilitadas para brigadistas. Aquí la niebla no era tal: era humo, y el olor intenso a quemado se percibía desde que se dejaba atrás Cola de Caballo.
Muchos rescatistas que laboraron en la sierra de Santiago venían de atender otros incendios en Zaragoza, Galeana. La mayoría sin pisar su casa en semanas.
De hecho, «El Swat» no tiene la seguridad de si son 25 o 28 días los que lleva lejos de la familia.
«Aquí estuvimos en el 2008, creo que 28 días, atacando un solo incendio, pero el de ahora es el peor porque fueron muchos y por el nivel de destrucción», contó Ramón, padre de tres hijos, los grandes ya voluntarios en emergencias.
«Por eso también la respuesta de tantos cuerpos de auxilio».
Luis Enrique Oviedo sabe de esto: con dos décadas en contingencias, llegó tras apagar incendios en Galeana y se incorporó a coordinar la preparación de alimentos para brigadistas: llegó a contar más de 400.
«Va más de un mes fuera de casa, empecé en Galeana, Doctor Arroyo, de nuevo Galeana y aquí en Santiago llevo 15, 16 días, no recuerdo», comentó este hombre cuya labor consistió en preparar ollas inmensas de café por la mañana, cientos de lonches de huevo con jamón o salchicha, granolas, frutas, así como guisos por la tarde.
«El problema con los incendios es que los vientos te pueden echar abajo cualquier trabajo que hayas hecho el día anterior», dijo.
Con 18 años en emergencias, Mariela Solano Reyes es la responsable de la central de operaciones de Protección Civil y tiene la «película completa»: cuando el fuego y el denso humo llegaron a Laguna de Sánchez y, más tarde, a Ciénega de González, la dependencia debió levantar de noche campamentos y posicionarse en el Hotel Cola de Caballo, para inmediatamente volver y auxiliar a pobladores. Fueron 15 las comunidades evacuadas.
«Saber que hay compañeros en medio del fuego es muy estresante. Si los oyes gritar es porque algo muy fuerte está pasando», afirmó la chica, quien desde el 16 de marzo no volvió a casa.
El contingente aumentó a más de 500 rescatistas dada la emergencia. Entonces empezó a nutrirse con voluntarios civiles, entre ellos José Ramón Torres, un constructor de la comunidad Nogalera que, junto con 40 de sus compañeros, se sumaron a atacar el fuego.
Lo hicieron con el maclau, un tipo de pico, azadón y rastrillo que sirve para cavar y raspar, y el pulaski, herramienta que de un lado tiene un hacha y del otro un azadón con el que se troza maleza y se cava.
«No traemos mucho equipo, pero sí mucho corazón», afirmó el civil. «¿Cómo no nos va a doler esto?
«Desde los 12 años ando arriba, al filo de la sierra. ¡Uno siente la tierra! Mandé decir que me aguantaran para no quedar mal en el trabajo y me dejé venir con gente, con mis recursos, con mis muebles (vehículos) y sobre la idea: a ‘brechear’, así nos agarren los remolinos de fuego, pero no dejamos pasar la lumbre».
Ramón cumplió sus 38 años entre las llamas acompañado de su hijo, de 15 años. Ya habrá tiempo, dijo, para celebrar en forma con borrego al ataúd, carne asada, discada.
«Festejar a la serrana», sonrió, «así somos los albañiles».
Se sumaron también elementos de otros estados, como el capitán de Bomberos de Silao Juan Braulio Bran Pérez y los operativos Juan Daniel Montes y Felipe Enrique García.
Los guanajuatenses apenas rebasan los 20 años de edad. Llegaron con otros para atacar la primera etapa del incendio, volvieron a casa, pero cuando se reavivó con fuerza regresaron sólo ellos, aunque la unidad se descompuso al iniciar el camino.
Lo único que se le ocurrió a Felipe, el más chico, fue hablarle a su papá, quien pasó por ellos en su camioneta y los trajo hasta Santiago, donde los esperó en una de las cabañas mientras ellos combatían las llamas.
«Teníamos que estar aquí y afortunadamente papá nos dio su ayuda», comenta el chico apagafuegos. «No podemos dejarlos a ustedes solos».
También se sumaron al combate cabañeros, como Juan Manuel Torres y Francisco González. El primero ofreció internet a brigadistas, el baño, hospedaje. El segundo tuvo albergados a elementos del 22 Batallón de Infantería de la Séptima Zona Militar y a oficiales de la Guardia Nacional.
«Todos saben que, lo que necesiten, cuentan con nosotros y siempre van atrás de nosotros en los trabajos», expresó Juan Manuel.
Carlos Galicia, gerente de cabañas en Ciénega de González, dijo que esta contingencia tan grave llevará a cabañeros a reforzar seguridad.
«Cada vez son más recurrentes los incendios», comentó. «Vamos a organizar mesas de trabajo para organizarnos, porque esto ya no nos puede volver a suceder».
En la comunidad Antiguo Aserradero, brigadistas revisaban que no hubiera fuegos peligrosos tras combatir las llamas la noche anterior. De hecho, terminaron hacia las tres de la mañana. Son las siete y aquel paraje calcinado aún humeaba.
Ahí estaba Yuri Alejandro Romero, de Protección Civil de Montemorelos: tiene 22 años, durmió cuatro horas y vino de sofocar incendios en Rayones y Allende. Siguió Santiago.
«La vocación nació una vez que escuché la ambulancia de Allende y fui a Protección Civil. Tenía 17 años», recordó. Desde entonces.
Lo mismo Arturo Castro, de Protección Civil de García. El rescatista hizo maniobras para ejemplificar cómo se apaga el fuego con las herramientas.
«Hay raza de crossfit que no aguanta, es pesado: son horas de movimientos repetitivos con calor, humedad, el humo», comentó mientras los helicópteros iban y venían arrojando agua con químicos que retardan el avance del fuego. En Santiago, el cielo era surcado una y otra vez por helicópteros que arrojaban agua a las cimas de las sierras.
En uno de los puntos de abastecimiento se encontraba el brigadista Bernabé Ruiz, quien todos los días desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche abasteció depósitos de agua o «calabazas», llenadas por pipas de Agua y Drenaje que, a su vez, sacaban el líquido de pozos y acequias.
«Aquí tengo tres depósitos con 30 mil litros y uno no puede descuidar el abasto, porque los pilotos no descansan», contó. «Llegan a hacer hasta 100 descargas al día y apenas si bajan minutos para cargar combustible, ir al baño».
A «Berna», como le dicen, le tocó esta labor, aunque sabe combatir a mano incendios forestales tras caminar kilómetros con herramientas y mochila de agua para llegar a puntos recónditos donde no llegan ni helicópteros ni vehículos todo terreno.
«No es fácil combatir un incendio forestal. Una vez en La Muralla ya nos andábamos quedando, nos empezó a rodear el humo y, si no es por un piloto experimentado, no logramos salir».
Dijo que le conmueve ver a brigadistas muy jóvenes como él lo fue cuando llegó a atender sus primeros siniestros.
Dos de ellos se encontraban en Cañón del Álamo para lo que se ofreciera: Arturo López, de Protección Civil del Estado, y Javier Guajardo Ramos, del cuerpo de rescate del municipio de García.
A ambos les fue asignado el combate cuerpo a cuerpo con el fuego. Cansados, y esperando indicaciones de la nueva zona a trabajar.
«Me gustan los incendios, me gusta combatirlos en equipo», dijo Arturo, con años de voluntario y a quien como rescatista le tocó recibir hace tres años a su hijo en una ambulancia.
Agrega Javier, más chico: «Para mí es un honor estar aquí, aprendiendo de ellos. Hay buen ambiente».
Esto destaca Arturo Castro, el que hizo maniobras para enseñar cómo se usan las herramientas contra el fuego: la hermandad.
«Vemos este tipo de contingencias como cuando de niño se acercaba Navidad y te reunías en la casa del abuelo para ver a la familia. Lo mismo aquí: te reencuentras con gente, lo que te da gusto».
Tan unidos se sienten los rescatistas en situaciones así, donde todos dependen de todos, que el voluntario Villarreal, quien toca el bajosexto, compuso un corrido en un rato de descanso. Le llamó «La Brigada Fénix», en honor a sus compañeros: «Con el permiso de ustedes / Quiero cantar un corrido / De un grupo de hombres valientes / Astutos y decididos / Combatientes forestales / Que no temen al peligro».
La sociedad civil también participó: llegaron toneladas de víveres y ropa a familias que dejaron sus casas en tierras hoy arrasadas.
Las lloviznas vinieron a enfriar la sierra ardiente. Antes, el director de Protección Civil Miguel Ángel Perales, quien empezó de voluntario hace casi un cuarto de siglo en incendios como el de Chipinque, dijo que el saldo sin costo de vidas es lo más positivo en esta contingencia forestal, «la más relevante de la historia».
«Aquí hubo gente de Protección Civil del Estado, de municipios, Conafor, Sedena, Guardia Nacional, voluntarios, pero cuando estamos en la sierra no somos de ninguna dependencia: todos somos brigadistas forestales, brigadistas contra el fuego, nos cuidamos unos a otros.
«Esto para mí es un gran orgullo».