Por José Elías Romero Apis
Coincido con Liébano Sáenz en que los sexenios tienen dos mitades de diferente tamaño. Aristóteles y Descartes nos hubieren reprobado en lógica y en geometría, respectivamente, porque nunca les platicamos de nuestro teorema político sobre la relatividad crónica y la relatividad crática. Pero, en cambio, Cronos y Kratos sí nos hubieren aprobado.
La verdadera ecuación temporal de lo político no reside en la duración del sexenio, sino en la duración del poder. Por esa medición de poder y de tiempo es que los sexenios mexicanos no han durado 6 años, sino tan sólo 5 años y algunos nada más 4 aaños.
Cierta ocasión le dije a un importante político que el mejor año de su sexenio debería ser el séptimo. Aquel en el que más lo apreciaran, más lo presumieran, más lo emularan, más lo respetaran y más lo extrañaran. Fingió que le gustó mi frase, pero nunca me creyó. Se dedicó tan sólo a su presente.
Sin embargo, hoy está convencido de que no le habrá de alcanzar su futuro para pagar todo lo que le quieren cobrar. No lo quieren, no lo imitan y no lo respetan. Me duele mucho haber acertado, porque lo estimo, pero más me duele porque amo a mi país.
Algo parecido sucede con lo jurídico. Hay una mitad de promesa y hay otra mitad de cumplimiento, pero no siempre coinciden ni coexisten ni cohabitan. La promesa es la legislación. El cumplimiento es la ejecución. Legislar es prometer. Ejecutar es cumplir.
Esta relación entre poder y justicia la sintetizo en lo siguiente. Hay quienes dicen que el gobernante ejerce un poder que proviene de las atribuciones que le confiere la ley. Es decir, que el poder político proviene de la potestad jurídica.
Por el contrario, hay quienes afirman que la fuerza efectiva de una ley proviene de la voluntad aplicativa que le imprime el gobernante. Es decir, que la vigencia jurídica proviene de la regencia política.
Si esto es cierto, lo menos que puede exigírsele a un Estado es que tenga un mínimo de gobernabilidad política como para lograr el cumplimiento de la ley.
Quizá no se pueda exigir ni culpar a un Estado por no remitir la pobreza que él no instaló, por no ganar la guerra que él no provocó o por no superar el atraso que él no indujo. Pero es innegable que, de perdida, está obligado a aplicar la ley que el propio Estado expidió por considerarla la idónea, la ideal o, por lo menos, la posible.
Es muy duro decirlo, pero está muy perdido el gobernante que ni siquiera puede aplicar sus propias leyes.
Hay dos voces que hoy resuenan muy fuerte al hablar de la Constitución. Una de ellas es nueva, aunque no original. Tendrá un par de años o acaso un poco más. Dice, dogmáticamente, que la Constitución hay que reformarla. La otra, por el contrario, es original, aunque no nueva. Tendrá un par de siglos, acaso un poco menos. Dice, enérgicamente, que la Constitución hay que respetarla.
La primera arguye que los mexicanos seríamos más felices con una Constitución reformada. La segunda sostiene que los mexicanos seríamos más felices con una Constitución respetada. Desde luego, no creo que sean voces necesariamente contradictorias. Las constituciones deben respetarse, además de renovarse. Lo peligroso es creer que la sola expedición constitucional nos puede llevar por sí sola a la felicidad.
Es falso el dilema entre los medios y los fines. Prometer un buen futuro con el precio de un mal presente. Ése ha sido el argumento de todas las dictaduras. Si la justicia traiciona a los medios por su lealtad a los fines o si deserta en los fines por su fidelidad a los medios, habrá triunfado en mitades y cuando la justicia triunfa a medias, en realidad quien ha vencido es la injusticia.
El poder a medias es el triunfo de la impotencia. La moral a medias es el éxito de la indecencia. La justicia a medias es la victoria de la obsecuencia. Lo único peor que la injusticia es la justicia simulada y ésta se llama justicia a medias.