Por Pascal Beltrán del Río
Lo que mal empieza…
No hubo mayor motivador para votar por Andrés Manuel López Obrador que castigar los hechos de corrupción en la administración pública.
Los sobornos de la empresa Odebrecht, que llevaron a la caída de encumbrados políticos latinoamericanos –e incluso al suicidio de un expresidente–, parecían el pecado perfecto para la expiación. Sin embargo, desde el principio la justicia se subordinó a los intereses de corto plazo del gobierno: vengarse de quienes habían cerrado el paso a López Obrador en su búsqueda de la Presidencia.
Se apostó por lo que podría contar Emilio Lozoya, el exdirector de Pemex, a quien, luego de ser extraditado desde España, se le ofreció inmunidad a cambio de colaboración, de poner el dedo a los enemigos del gobierno. Y no a cualquiera: específicamente a los que éste dijera.
¿A quién le dan pan (o pato) que llore? Lozoya se puso a cantar como Niño de Viena y dijo exactamente lo que el gobierno quiso escuchar. Sin embargo, los resultados fueron magros, consideradas las canonjías que el testigo colaborador recibió.
Los meses fueron pasando y las detenciones, escaseando. Hasta que vino la famosa cena en el Hunan, captada por el celular de la columnista Lourdes Mendoza –una de las señaladas por el delator– y el Presidente decidió que Lozoya ya no era útil.
¿Cómo ir a Nueva York a hablar sobre corrupción ante los viejos lobos de mar del Consejo de Seguridad de la ONU, llevando a cuestas la imagen de Lozoya tomándose un vinito en despreocupada chorcha?
Lozoya, ahora en la cárcel, no terminó de caer por un acto de justicia sino porque su libertad condicionada se había vuelto demasiado cara para los directores de la serie, quienes, antes de que se les cayera el teatro, esperaban tener a los mexicanos pegados a la pantalla de su ficción.
Esto no podía haber terminado bien porque había empezado mal.
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En su afán de allanar el camino a su reelección como jefe nacional del PAN, Marko Cortés Mendoza dejó el campo sembrado de enemigos. Ahora estos están sentados en el quicio de la puerta para ver pasar el cadáver político del michoacano.
El 82 aniversario del partido, en septiembre pasado, tuvo un ambiente más de funeral que de celebración. La organización fundada por Manuel Gómez Morin siempre se había preciado de su vida democrática, pero la competencia por presidirlo durante los próximos tres años –que coincidió con la efeméride– fue, al final, de un solo candidato.
Cortés iba solo, sin contrincantes, como José López Portillo en 1976. En el camino quedaron los aspirantes al cargo Adriana Dávila Fernández y Gerardo Priego Tapia, quienes dejaron claro su disgusto con el agandalle.
Los órganos internos del partido, dijo ella, se prestaron a la simulación democrática y callaron ante las irregularidades al avalar la candidatura única.
Se cooptó a militantes, se manipuló el padrón de afiliados y se falsificaron firmas, cosas que hacen imposible la competencia equitativa, secundó él. Cortés logró su cometido: otros tres años al frente del partido. Pero detrás de su triunfo en solitario quedó la polvareda de la desazón.
Hoy, por cualquier esquina rondan sus enemigos, dispuestos a cobrarle caro cualquier error. La divulgación de una conversación tenida por secreta lo muestra como un líder incapaz de llevar al partido a cosechar triunfos en los comicios del próximo año. De las seis gubernaturas en juego, opina Cortés en un audio que ya escucharon propios y extraños, Acción Nacional apenas aspira a ganar una.
Pero la supuestamente ganable, la de Aguascalientes, habría que ponerla en duda, porque Martín Orozco, el mandatario hidrocálido que concluye su gestión el año entrante, le puso aún más peso al fardo, comentando públicamente que Cortés le dijo que también da por perdida la Presidencia en 2024.
Ambos ya traían mucha animosidad mutua porque cada uno quiere poner al candidato panista a la gubernatura, pero quien lleva las de perder es Cortés, porque él está urgido de dar resultados en 2022 y ahora está cosechando lo mismo que sembró.