Por Jorge Fernández Menéndez
El peor mes del Presidente
En todo este mes de abril, pero sobre todo desde que fue rechazada en la Cámara de Diputados, como era previsible, la reforma constitucional sobre electricidad, Andrés Manuel López Obrador ha mostrado su peor cara presidencial: una intolerancia a su máximo nivel, la polarización llevada a extremos que ningún otro presidente de la historia contemporánea de México ha ejercido, calificando de traidores a la patria a todos los que estén en desacuerdo con sus propuestas, una necedad inadmisible en un mandatario que no duda en romper, distanciarse o incluso, en ocasiones, insultar, no sólo a sus opositores, sino a sus socios comerciales, a empresarios y gobiernos extranjeros, la utilización del Congreso, por vía expedita (y como una forma de resarcirse de la derrota en la reforma constitucional), de una nacionalización del litio que, en realidad, ya era de la nación y no está siendo explotado ni tiene, hoy, el país posibilidades reales de hacerlo desde el sector público.
Nadie debería asombrarse: en todas las crisis de su vida política, el ahora Presidente ha optado por la fuga hacia adelante, jamás ha hecho una autocrítica, jamás ha aceptado un error, no ha tendido una mano a sus adversarios para llegar a acuerdos, salvo los que él mismo impone. Así fue en las elecciones para gobernador en Tabasco o en 2006, cuando pareció querer ratificar aquel eslogan de que era un peligro para México, en lugar de buscar colocarse en el centro: allí fue cuando perdió esa elección, por sus propios errores, no por fraude alguno.
En ocasiones, esa fuga hacia adelante, sin medir consecuencias, le permitió algunos éxitos coyunturales en su época de líder opositor, pero también derrotas estratégicas, sobre todo ahora que no ha asumido, después de casi cuatro años en el poder, que su papel es otro: es el de un Presidente que debe gobernar para todos, sin entender que el haber ganado una elección no le da patente para hacer lo que desee, ignorando los contrapesos institucionales.
Pero eso no es lo más grave: lo verdaderamente grave es que en ese tumulto de descalificaciones y polarización, se están obviando, ocultando o ignorando los verdaderos, gravísimos problemas que vive hoy el país.
Comencemos por la seguridad y dentro de ella, la violencia contra las mujeres y los feminicidios. El caso de la joven Debanhi ha servido como un catalizador de las demandas que se vienen acumulando desde hace meses: los números son brutales, 10 mujeres son asesinadas cada día en el país, nadie sabe con certeza el número de niñas y mujeres desaparecidas, los feminicidios sólo en abril rondarán en los 300, el número de mujeres asesinadas en 2022 será, siguiendo la tendencia actual, de alrededor de 3 mil 500.
Es inevitable retrotraernos a la época de las mujeres muertas en Juárez, con la enorme diferencia de que ahora estallan algunos puntos como Nuevo León, pero en realidad estamos hablando de una violencia generalizada. En 22 estados del país tienen activada la alerta de género y ninguno hace nada, el gobierno federal, tampoco. Y no sólo hablamos de asesinatos: la forma en que son muertas las niñas, jóvenes, mujeres, suele ser brutal: siempre abusadas, descuartizadas, metidas en bolsas, arrojadas como basura.
Como en aquellos años de Juárez, el tema le parece a las autoridades locales y federales como una simple consecuencia de la violencia general, se responsabiliza a las mujeres por salir, por cómo se visten, por ir a fiestas, desaparecen porque se van de novias. Y no existe un programa, una política, una estrategia que intente frenar la violencia actual y prevenga la futura. Ni siquiera existe el gesto humanitario: si se comparan las horas que el Presidente se ha dedicado a hablar de Carlos Loret de Mola, violando además sus derechos básicos a la privacidad, comparadas con las que le ha dedicado a los feminicidios o, incluso, en esta coyuntura del caso de Debanhi, se puede tener la verdadera dimensión del desinterés gubernamental.
La economía se encuentra, mientras tanto, en una coyuntura crítica. Hemos perdido, porque nunca nos subimos a él, el carro de la recuperación pospandemia, porque nos cerramos cada vez más a las inversiones, a los nuevos ciclos productivos, a las energías limpias e, incluso, a las tendencias globales, para intentar regresar, vanamente, a los años 60, a políticas, propuestas y visiones de hace más de medio siglo. La inflación comienza a estar en niveles que hacen cada día más difícil su manejo porque además se combina con el estancamiento económico. No tenemos gasolinazos, pero vamos a despilfarrar más de 300 mil millones de pesos en subsidios a la gasolina, o sea en un gasolinazo indirecto y en un subsidio que paradójicamente apoya a los que más tienen. Las inversiones están paralizadas. La imagen exterior de México, en los suelos, con la reticencia presidencial a condenar la invasión rusa a Ucrania. Las relaciones con nuestros principales socios comerciales, Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, y dentro de ella, España, en su peor momento en mucho tiempo.
Ese ambiente de tensión, intolerancia y lejanía se termina reflejando en la estructura gubernamental, en un equipo más dividido que nunca, con enfrentamientos internos en casi todos los ámbitos, con una Fiscalía General que se derrumba y ante la cual el Presidente no toma decisión alguna.
Un Presidente solo, enojado, empecinado en una agenda ideológica alejada de la realidad y sin interlocutores viables, tanto con él como con los demás, porque los que tenía ya no están o fueron sumados al carro de la ruptura. Y ya, en el cuarto año, en pleno proceso sucesorio.