Por Lilia de la Fuente
“SONETO A MI MADRE”
Los ojos de mi madre suave embrujo,
a su rostro senil dan armonía;
con igual suavidad al alma mía
detiene en la tormenta con su influjo.
Con sus claras pupilas me condujo,
salvándome quizá en la agonía;
y aquel motivo que me consumía
salió de mí, igual que se introdujo.
Se produjo en mí ser aprisionado:
serenidad, amor y lozanía.
Difícil comprender lo había jurado.
A mis horas fatídicas venía,
la mirada de un ser santificado;
de esa Madre sublime, que es la mía.
“DIALOGO”
Gracias a ti mamá;
tengo la vida,
¡No hijo, no!
gracias a Dios.
Dios es creador
de todo lo que miras;
lo puro y bueno
es obra de Dios…
Pero mira mamá:
con tu trabajo,
he podido estudiar,
vestir, comer;
tú me diste el apoyo,
la ternura,
por eso yo te digo
con dulzura;
¡gracias mamá!
por tu cariño fiel.
Escucha por favor
hijito mío,
yo también como tu
pensaba igual…
y mi madre recuerdo,
dijo lo mismo;
que los hombres
con todo el egoísmo,
fuimos dejando atrás
el misticismo;
al grado de olvidar
que DIOS nos creó.
“LA ESPERA”
Allá en aquel jacal junto al brasero,
una anciana mujer hace el puchero;
su blanca cabellera entretejida,
enmarca más su cara envejecida.
A pesar de los años que ha vivido,
su pensamiento sigue ensombrecido;
y en su mirada brilla la esperanza
como una brasa que el final alcanza.
A través de la rústica ventana,
la vereda se ve blanca y lejana;
haciendo pintoresco aquel paisaje
la pradera que Dios cubrió de encaje.
Más allá, junto al río, en el vallado,
un anciano contempla su ganado;
en sus pupilas la esperanza muerta,
dejó serena su mirada incierta.
Tienen los tristes ojos de la anciana,
la mirada senil y campirana;
el dolor, que revela esa amargura,
del alma dura y a la vez humana.
Hace mucho partió sin rumbo fijo,
en pos de la fortuna, el único hijo
que tras aquella límpida vereda,
solo dejó dolor y larga espera.
Después de tanta dicha inolvidable,
vino aquel desenlace interminable.
Tanto espera la Madre su regreso,
que el canto de sus labios: es un rezo.