Por Pascal Beltrán del Río
¿Será la corrupción culpa del neoliberalismo?
La corrupción es tan vieja como la humanidad misma.
Se pueden encontrar referencias a esa práctica en la Biblia. En el libro de Éxodo (23:8), que está basado en tradiciones orales que se remontan al siglo VI antes de nuestra era, se previene a los israelitas de no aceptar sobornos, pues “el soborno ciega a los que ven, y pervierte las palabras de los justos”.
En la antigua Grecia, Aristóteles decía que hasta los dioses podían ser corrompidos, pues la adinerada familia de los Alcmeónidas había logrado que Pitia, la alta sacerdotisa de Apolo, convenciera a Esparta de ayudar a liberar Atenas, no sin antes apoquinar un cargamento de apreciado mármol de Paros para reconstruir el templo del dios en Delfos, destruido por un terremoto.
La corrupción ha estado presente en todos los tiempos, en todas las regiones del mundo y bajo todos los sistemas políticos y económicos. Y si bien hay un consenso internacional de que ese mal enriquece a muy pocos y empobrece a muchos, no existe una fórmula única para acabar con él. Lo que ha funcionado en unos países no ha servido en otros.
El martes pasado, el presidente Andrés Manuel López Obrador ancló la culpa de la corrupción en el modelo económico neoliberal. Y si bien es cierto que muchos países que cuentan con un sistema económico de libre mercado han tenido notorios casos de corrupción, también lo es que esa práctica florece asimismo en aquellos en los que el Estado juega un papel central en la economía.
En el caso de México, la historia documentada de la corrupción se remonta a la Nueva España. Por ejemplo, a fines del siglo XVII, se desató un gran escándalo cuando Pedro Ximénez de los Cobos, el poderoso Correo Mayor, fue acusado por el mismísimo virrey, José Sarmiento de Valladares, de “cometer fraude a la Real Hacienda”.
Hubo otros episodios de corrupción durante la Colonia, como los relacionados con las aduanas, y ya no digamos en el México independiente.
Los hubo en los tiempos del presidente Benito Juárez, acusado por sus contendientes en la elección de 1871 –Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz– de “no proporcionar a la nación un gobierno libre de corrupción”,
Los hubo en el Porfiriato, cuando se movió el sitio de construcción de la aduana de Tampico para que la suegra del dictador pudiese admirar el inmueble desde su casa.
Los hubo durante la Revolución, cuando los cañonazos más certeros de los generales eran los de “50 mil pesos”. Y los hubo durante el priato, evidentemente, cuando la Lotería Nacional se volvió la caja chica de la clase gobernante y se amasaron fortunas en torno de la industria petrolera (estatal, por cierto).
El presidente López Obrador ha apostado a que la corrupción se acabe por el ejemplo personal que él da al resto de los mexicanos. Sin embargo, el Inegi, que dirige una respetada economista que él propuso para el puesto, acaba de encontrar que 86.3 por ciento de la población considera frecuentes los actos de corrupción en instituciones de gobierno.
Para acabar con la corrupción –o, más bien, mantener a raya esa persistente conducta humana– hace falta más que un cambio de gobierno o de modelo económico.
Quizá de algo sirva voltear a ver lo que han hecho los países cuyos habitantes tienen la más baja percepción de corrupción, de acuerdo con el índice anual que publica Transparencia Internacional.
¿Qué han hecho –por mencionar los primeros lugares de la versión 2021 de dicha medición– Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega, Singapur, Suecia, Suiza, Países Bajos, Luxemburgo y Alemania? En esos casos no podría ser acusado el modelo económico de libre mercado de propiciar la corrupción. Tampoco tienen esos países a un líder iluminado que transmita su ejemplo a los demás.
¿Qué otra cosa puede ser? Quizá lo que parece obvio: educación, fortaleza de la democracia y vigencia de la ley, rubros en los que esos mismos países también aparecen en los primeros sitios del mundo en los índices respectivos.