Por Juan José Rodríguez Prats
El relajo jurídico
En nuestra truculenta historia del derecho, no habíamos padecido una crisis tan profunda y grave, tanto en la elaboración como en el cumplimiento de las normas jurídicas. Llámese desorden, anomia, anarquía, pero me quedo con la denominación relajo. Hace muchísimas décadas, Jorge Portilla escribió, refiriéndose al tema:
El resultado es una vida política débil, con todas las consecuencias que acarrea y que tenemos todos al alcance de la mano; la ambigüedad ampulosa de los actos que en esta vida se manifiesta, el tono demagógico y hueco de los discursos, proclamas, informe, etcétera, en general, no saber a qué atenerse; un juego de adivinanzas como criterio para decidir probabilidades, ola de rumores, etcétera.
Si el respeto a la ley no es un asunto de alta prioridad, principio ético fundamental, sustento jurídico de la convivencia, la sociedad entra en una descomposición letal. Lo dicho no requiere mayor abundamiento.
Las reflexiones de la presidenta de la Suprema Corte, Norma Lucía Piña Hernández, me parecen muy oportunas para el inicio del debate hacia 2024:
Si no conocemos el acuerdo político fundamental que nos constituye como sociedad y como pueblo de México, ¿cómo podemos exigir que se cumpla la Constitución? Si no conocemos las atribuciones y límites de las instituciones públicas, ¿cómo podemos hacer valer la función de contrapesos para lo que fueron diseñadas?
Sostengo que una de nuestras grandes fallas es que no tenemos una idea clara de las funciones del derecho y del contenido que debe tener nuestra Carta Magna. Manoseamos la ley, la estiramos a nuestro antojo, la reformamos con tremenda irresponsabilidad.
En la oración fúnebre pronunciada por el jurista Rafael Preciado Hernández en el sepelio de Manuel Gómez Morin, dijo: “Cómo se entusiasmaba don Manuel hablando de la dignidad del derecho, de la imponente majestad del derecho auténtico, del derecho justo”.
Ahí está la primera tarea. Entender que la norma jurídica merece el mayor respeto y, por lo tanto, se debe tocar con delicadeza y saber con certeza para qué. Me fascina el inicio del prólogo del libro La traición de los intelectuales, de Julien Benda, escrito hace casi un siglo:
Cuenta Tolstoi de la época en que fue oficial que, al ver a uno de sus colegas golpear durante una marcha a un hombre que se apartaba de la fila, le dije “¿no le da a usted vergüenza tratar así a uno sus semejantes? ¿No ha leído usted el evangelio? A lo que el otro contestó: “¿No ha leído usted los reglamentos militares?”.
Benda agrega: “Esta respuesta es lo que recibirá siempre el espiritual que quiere regir lo temporal”.
Lo hemos dicho, nuestro sistema jurídico, en su concepción teórica y en su aplicación cotidiana, es, por decir lo menos, deficiente. Si un gobierno no sirve para aplicar la ley, no sirve para nada. Georges Burdeau, estudioso de la política, escribió: “El poder no es enemigo del derecho, sino su inteligencia (…) La función del poder es la de realizar el derecho”.
No hay condiciones para elaborar una nueva constitución. Hace algunos años se decía que no la requeríamos, que más bien se necesita una nueva constitucionalidad, que es “la calidad de lo constitucional”.
En cada sexenio hay grandes temas que, se dice, deben reformarse y no se hace nada. Nuestro federalismo no precisa ámbitos de gobierno y hay estructuras burocráticas paralelas haciendo lo mismo. Nuestro presidencialismo requiere matices parlamentarios; el juicio de amparo se ha degenerado como principal herramienta en la defensa de los derechos humanos; nuestras leyes no deslindan lo público y lo privado, dañando a la economía; los órganos constitucionales autónomos han sido avasallados por la concentración de poder.
Anuncio además algo que considero importante. La tarea es monumental, siempre teniendo en cuenta lo innegociable: la preeminencia del interés nacional.