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martes 21 de octubre de 2025

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“Mi delito fue ser mujer y haber tenido poder”: Rosario Robles

“Mi delito fue ser mujer y haber tenido poder”: Rosario Robles

La pionera que abrió brecha para las mujeres en la política mexicana, su sueño: ser presidenta

Por Claudia Solera/Milenio

La Prensa

CIUDAD DE MÉXICO.- En su apellido lleva la sentencia, afirma: Robles, como el árbol que resiste los embates del viento y permanece erguido después de cada tormenta.

La vida la ha puesto a prueba una y otra vez. Primero, cuando murió su padre y, siendo de las mayores de seis hermanos, Rosario tuvo que convertirse en sostén. Después, cuando, tras ocupar los cargos más altos del poder, pasó más de tres años en prisión.

En la historia política de México hay nombres que incomodan, que se pronuncian con una mezcla de respeto, prejuicio y sospecha. Rosario Robles Berlanga es una de ellas: la mujer que fue aplaudida como pionera y luego castigada. La primera jefa de Gobierno de la Ciudad de México.

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Desde sus primeros pasos en la izquierda mexicana, entendió en carne propia que las mujeres son juzgadas con una doble vara. Su historia no cabe en un expediente judicial ni en una consigna partidista: es la historia de una mujer que decidió entrar en un territorio donde casi todas estaban ausentes —la política— y no se rindió ante el poder.

“Yo pertenezco a esa generación en la que las mujeres heredamos el derecho a votar, pero no a ser votadas”, dijo en el podcast Pioneras de MILENIO, conducido por las periodistas Claudia Solera, Janet Mérida y Cinthya Sánchez.

La política, un sueño desde niña

Nació en 1956, en Saltillo, Coahuila, en una casa donde la política era conversación cotidiana y la conciencia social, herencia familiar. Su padre, Paco, le enseñó que la dignidad también se defiende con la voz.

Por su trabajo en la industria del vidrio, Paco fue trasladado al Estado de México. La familia se instaló en una casa de Echegaray, Naucalpan, donde Rosario creció entre uniformes de colegio de monjas y rezos matutinos. “Lo feminista vino después”, recuerda con humor.

La primera vez que dijo que quería dedicarse a la política fue en cuarto de primaria. En una monografía escrita a mano, dibujó su sueño: ser presidenta.

Ser presidenta, su sueño

Rosario Robles creció en una familia en donde la política era la conversación diaria. |Foto: Jesús Quintanar

Formó parte de la primera generación del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Naucalpan, de la UNAM. Ahí conoció a profesores que habían participado en el movimiento estudiantil del 68, y nació su ideal de izquierda. La marcó el Halconazo del 10 de junio de 1971:

“Me tocó ver cómo compañeros ya no regresaron, y ahí se encendió una llama muy importante para mí: la de la lucha social.”

Desde joven se rebeló contra los silencios. Estudió Economía en la UNAM —facultad vecina de Ciencias Políticas, semillero de las izquierdas—, marchó, protestó, leyó a Marx, discutió sobre Cuba y Chile. No quería ser espectadora de la historia: quería ser protagonista.

Pionera entre hombres. Feminista antes de que la palabra se volviera bandera.

En la universidad vio a Ifigenia Martínez convertirse en la primera directora de la Escuela Nacional de Economía.

Siguiendo el ejemplo de esas mujeres, Rosario también abrió brecha: en los años 80 encabezó la dirigencia femenil del STUNAM, desde donde impulsó la primera licencia de paternidad en México —para el profesorado— y logró la destitución de académicos implicados en acoso sexual.

Confiesa que, aunque en el papel las mujeres empezaban a ganar terreno, la cultura seguía rezagada.

“La primera vez que se enfermó mi hija, Mariana, siendo bebé, mi esposo ya tenía licencia de paternidad… pero fui yo quien se quedó a cuidarla. Me dio risa por lo irónico: pensé ‘no, no se la dejo a Julio por ningún motivo’. Eso hace 40 años, cuando aún era impensable compartir las labores del cuidado.”

Recuerda que en aquellos años, cuando las mujeres subían al estrado del sindicato, los compañeros opinaban sobre su figura, no sobre sus ideas:

Del PRD a jefa de Gobierno

Fue la primera mujer en gobernar la Ciudad de México. La primera en presidir el PRD. La primera en encabezar la Secretaría de Desarrollo Social.

Su historia de ascenso político comenzó junto a Cuauhtémoc Cárdenas, en la fundación del PRD. Era la época en que la ideología universitaria salía a las calles.

“Era muy chistoso, porque en el auditorio Ho Chi Minh de la UNAM discutíamos si era mejor la revolución cubana, la soviética o la chilena… pero jamás hablábamos de México. Fue cuando llegó Cárdenas que todo comenzó a girar en torno al país. Con él volví a cantar el Himno Nacional”, recuerda.

Ahí también descubrió lo difícil que era para una mujer hacerse respetar.

“Si eres aguerrida, estás loca o eres conflictiva; pero si un hombre es igual, lo llaman líder, ídolo, visionario. Eso me marcó.”

Como jefa de Gobierno, se quitó el estigma de ser “el títere de alguien más” y se ganó el respeto cuando logró que el Consejo Nacional de Huelga de la UNAM aceptara no paralizar el Periférico con sus marchas.

Fue también la primera política mexicana en participar en Los monólogos de la vagina, en una función benéfica para pacientes con cáncer, cuando aún era tabú pronunciar la palabra “vagina”.

En 2019, Rosario Robles fue encarcelada. Pasó tres años en prisión preventiva. Ningún hombre con cargos semejantes recibió el mismo trato.

“Mi delito fue ser mujer y haber tenido poder.”

En su celda escribió para no enloquecer, para resistir, para recordarse a sí misma quién era. Leyó más de 100 libros: El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl, las novelas de Isabel Allende, de Haruki Murakami, y los textos de Mandela. De El color de la libertad aprendió cómo el resentimiento no libera: solo la reconciliación reconstruye.

De esos mil 101 días nació su libro Rosario de México, donde narra el costo de desafiar al sistema.

“La razón por la que no me doblaron fue porque a mí no podían venir a mostrarme casas, cuentas o terrenos. No los había.”

Cuando salió, ya no era la misma. Había aprendido que la cárcel —el único lugar de México que le faltaba conocer— no solo encierra, también intenta borrar las memorias.

En Santa Marta Acatitla, aprendió quiénes eran sus verdaderos amigos y quiénes no. Aprendió a dejar de confiar indiscriminadamente.

“Creo que es un mal consejo el que yo daría, porque fui demasiado confiada”, dice.

Entendió que en la política todo el mundo es sacrificable, y más si se es mujer. Incluso en la cárcel hizo política: logró que, por primera vez, un presidente de la Suprema Corte de Justicia —Arturo Zaldívar— visitara el penal de Santa Marta Acatitla para dialogar con las internas y escuchar de viva voz los abusos que sufrían.

Pero la lección más profunda no vino del poder, sino del dolor. Aprendió a no volver a juzgar a nadie.

“Me lanzaron tanto lodo, que ya no puedo repetirlo en contra de otra persona. No me atrevo a levantar el dedo contra nadie.”

“Yo misma estaba ahí por ser mujer. En una investigación que involucraba a diez dependencias del gobierno federal, todos los demás eran hombres. Y sin embargo, la única acusada, señalada, vilipendiada, con nombre y retrato, era yo.”

La voz con la que labró caminos para las mujeres y la izquierda en México, hoy la usa para contar su propia historia. Quiere que su nieto la vea con orgullo, que sepa que su abuela hizo algo por su país.

—¿De dónde saca la fuerza para seguir?—

“De mi madre, Chala. Una mujer que, muy joven, se quedó viuda y sacó adelante a seis hijos.”

Hoy, Rosario Robles no busca el perdón ni la revancha. Busca la palabra.

En tiempos donde las mujeres siguen abriendo grietas en los muros del poder, su nombre resurge como símbolo de resistencia.

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